De servicio. Alejandro Roisentul, en el hospital de Safed, en Galilea. Es cirujano, tiene 52 años y tres hijos.
Ayuda en el norte de Israel a los que logran escapar, en mulas o a pie, del horror de Siria. Es cirujano, tiene 52 años y 3 hijos
Desde Galilea, a 30 km de Siria.
El doctor argentino Alejandro Roisentul hace rato que aprendió a hablar con los ojos. Los heridos que llegan desde Siria al hospital de Safed, en el norte de Israel, no entienden el hebreo ni mucho menos el español. Y a veces ni siquiera pueden decir su propio nombre en árabe.
“Anónimo I” logró acercarse a la frontera en el lomo de una mula, inconsciente, ciego y sin piernas. Recién después de una de las tantas cirugías que soportó, el doctor Roisentul supo que se llamaba Ahmed, que tenía 12 años y que soñaba con volver a su país –una gran mancha de sangre en Medio Oriente– para estar con su mamá.
“Anónimo II” atravesó la línea que divide a fuego ambos países con una bala en la boca.
Y la lista de “Anónimos”, como este porteño de 52 años llama a los pacientes sirios sin documentos que buscan ayuda en su hospital, sigue: en los últimos 5 años se atendieron en el Ziv Medical, levantado sobre tierras bíblicas, más de 1.500 heridos de la guerra civil de Siria. Son los caídos del mapa, los mutilados de la vida.
Herida. Una nena siria, en el hospital israelí. Ya se atendieron allí a más de 1.500 civiles de la guerra de Siria. Reuters.
Roisentul es cirujano maxilofacial, fanático del asado y “simpatizante” de River. Estudió en la escuela pública Bartolomé Mitre, a la vuelta del Shopping Abasto, y se recibió de odontólogo en la UBA. Luego se casó y en 1989 llegó a Israel con 24 años recién estrenados. No se fue más, pese al reclamo de sus padres.
“Creo que estoy en el lugar adecuado, en el momento justo. Cuando esta guerra sea parte de la Historia voy a poder decir que yo estuve acá, ayudando a salvar vidas”.
Acá es una “zona roja”, con vecinos que no se llevan nada bien: el hospital está a unos 30 kilómetros de Siria, a 11 de el Líbano y a 50 de Jordania. Pero Roisentul tiene una teoría: “Creo que si las guerras fueran cara a cara se terminarían enseguida. Lo veo en mis pacientes sirios: primero creen que yo soy su enemigo, el Diablo con guardapolvo blanco, porque somos de países enfrentados, pero luego me agradecen con una mirada”.
Los Altos del Golán forman parte del conflicto actual entre ambos países, una meseta conquistada por Israel durante la Guerra de los Seis Días. Para la ONU es un territorio ocupado.
Un piso más abajo del consultorio de Roisentul está la sala de internación del hospital, con 350 camas.
El centro médico Ziv esta al norte del pueblo de Safed y atiende a heridos sirios.(REUTERS/Baz Ratner)
Dos muchachos sirios comparten una habitación con vista a una playa de estacionamiento donde flamea una bandera con la estrella de David. Uno de ellos saluda a las visitas con una caída de párpados. Se recoge el pantalón de una pierna y muestra un tajo profundo que empieza en el tobillo y termina sobre la rodilla.
“Me la iban a amputar, pero me salvé”, dice en árabe, y traduce al inglés Issa Fares, trabajador social del hospital. Cuenta que tiene 26 años y que antes de empezar la guerra civil en su país, en 2011, quería ser abogado.
En la cama de al lado, su compañero dibuja una media sonrisa. Tiene 33 años pero parece un anciano.
“Yo iba vendiendo frutas con mi camioneta cuando estalló una bomba y una esquirla me partió un fémur: ya no puede caminar más”, comenta despacito, como si masticara los recuerdos.
Una columna de humo se eleva en la frontera entre Siria e Israel tras combates entre el ejército sirio y los rebeldes. (EFE)
A Roisentul, un hombre voluminoso, se le achican los ojos cuando cuenta la historia del “Anónimo” que llegó con una bala en la boca.
“No hablaba ni comía. Y así había vivido en Siria durante tres años, sin atención médica, hasta que un día apareció en la frontera para pedir ayuda. Tenía 20 años. Yo mismo lo operé: la bala le había entrado por el ojo y quedó en la mandíbula. Después de unos días de rehabilitación ya pudo comer, hablar y hasta sonreír”.
A cargo de la unidad de Cirugía Maxilofacial del hospital,Roisentul recibirá en octubre un premio en EE.UU. por su “trabajo y dedicación” con los heridos sirios. Su misión, dice, es hacer que sus pacientes sonrían. Jura que no le importa si hablan o no, o si son musulmanes o judíos.
Para él, los gestos son más importantes que las palabras. Lo aprendió después de la guerra entre Israel y el Líbano, en 2006, cuando el hospital fue bombardeado y la sirena sonaba en esa zona entre 20 y 40 veces por día.
El hospital en Safed, Israel a 30 kilómetros de la frontera con Siria
En total, recuerda, cayeron 100 misiles durante 40 días seguidos. “Juliana, mi mujer, y mis tres hijos se fueron a Tel Aviv y yo me quedé acá, prácticamente sin salir del hospital. Dormía en esa cama”, afirma, y señala un pequeña habitación desordenada, pegada al consultorio.
“Durante esos 40 días atendimos a 1.500 civiles. No había tiempo para hablar, había que hacer, había que operar bajo las bombas”. A partir de entonces, se construyeron refugios dentro del hospital. La sala de guardia y la de cirugía ahora son a prueba de misiles.
“Mis padres, en la Argentina, estaban desesperados, querían que regresara con los chicos. Pero nunca se me cruzó por la cabeza volver ─asegura─. No podía abandonar mi lugar cuando más me necesitaban”.
Hoy, explica, la situación es bastante parecida: “En 2013 llegaron los primeros siete sirios heridos, y desde entonces aparecieron cada vez más. El 90 % son hombres, el resto son chicos y también embarazadas. Acá ya nacieron 15 bebés sirios. La gran mayoría regresa a su país cuando se mejora. Y ya nada volvemos a saber de ellos”.
Hace unos días, dice, lo hizo un chico que había venido con las piernas amputadas: “Se fue caminando, con sus prótesis puestas”. Roisentul no habla de milagro, aunque desde cada ventana del hospital es posible otear el Mar de Galilea, donde según los evangelios Jesús caminó sobre el agua.
En realidad, para Roisentul no hace falta hablar. Sabe que forma parte de un bloque de combatientes contra la aridez de la vida, y en ese batallón vale más una mirada que un montón de palabras.
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