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| jueves noviembre 14, 2024

Historia De Un Culturicidio


Había un mundo.

Había un mundo dentro de un mundo.

Había miles de pequeños mundos que estaban dentro de un mundo, que estaba dentro de un mundo.

Eran pequeños mundos plenos de alegrías y tristezas.

Eran pequeños mundos en que los violines y clarinetes lloraban riendo o reían llorando, mientras el tambor latía como un corazón.

Eran pequeños mundos en que los pobres eran pobres con dignidad, y los ricos no se ocultaban tras su riqueza.

Eran pequeños mundos con grandes sueños.

Eran pequeños mundos en que la ley exterior no valía nada, sino que valía la ley dada a Moisés en el Sinaí, y donde el juez era sabio en esa ley.

Esos pequeños mundos estaban llenos de Menajem Mendels, Tevies, Benjamines Terceros, ricachones y pobretes.

Eran pequeños mundos en los que había bodas y circuncisiones, pogromos y sepelios.

Pero vino la tormenta negra y barrió esos pequeños mundos. Motl fue realmente huérfano de padre, madre y hermano; Benjamín Tercero emprendió su último viaje hacia la nada; Menajem Mendel vio convertirse en humo su último proyecto de vida y Tevie ya no pudo ser rico.

El shtetl de Gebirtik se incendió definitivamente y nada quedó de él, solo el recuerdo en la mirada afiebrada de los pocos sobrevivientes, un recuerdo plagado de horror.

Y esos pocos sobrevivientes abandonaron los países-tumbas en busca de una posible resurrección.

Emigraron: algunos a los países americanos, donde ingresaron clandestinamente, mientras que los verdugos de sus familias ingresaban por la puerta grande.

Otros, tras muchas peripecias, entraron a Israel, donde aprendieron que sólo se sobrevive luchando.

Y formaron familias, tuvieron hijos, hijos que llevaban los nombres de aquellos barridos por las hordas pardas. Y esos hijos se casaron, y tuvieron otros hijos. Pero aquellos sobrevivientes comprendieron que la continuidad de la cadena de siglos se había cortado. Los hijos de los hijos no eran Moishele o Rivkele, sino Tomer o Calanit, nombres nuevos para un pueblo nuevo surgido de las cenizas de un pueblo viejo.

Y ahí los sobrevivientes comprendieron que ellos, en realidad, no estaban vivos, sino que sus almas habían quedado entre las cenizas de Europa, pero no eran los nazis quienes los habían asesinado, sino su propia descendencia al cortar la cadena de oro que los unía con sus progenitores.

 
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