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| jueves noviembre 14, 2024

Reordenar el tiempo propio


Un conocido maestro jasídico sostuvo que quien no tiene una hora del día para sí mismo no tiene nada. Esa hora, esos sesenta minutos no deben ser empleados para la ganancia o el cálculo, el control  o la gimnasia. Se trata de una suerte de diezmo espiritual que uno se concede a sí mismo, un regalo y una invitación a soltarse de todo vínculo. La palabra hebrea para soltar es hitir, cuya raíz más obvia es heter, desatar.  Con frecuencia y sin darnos cuenta de ello estamos atados a pequeñas y grandes obligaciones, llevamos máscaras, títulos, corazas que no tienen que ver con nuestro ser más profundo. Esas rutinas e imposiciones sociales y esas fronteras invisibles  deben dejarse de lado durante la citada hora para que afloren nuestra capacidad de ensueño  y el suave oleaje de la vida más fresca que procede del inconsciente.

El manantial  de esa vida que una de las Upanishads califica de inexpresable paz, de conciencia en la que brota un sentimiento puro, unitario, de naturaleza sagrada, no necesita en realidad más que esa hora para dejarse percibir. Todos tenemos acceso a él y, de hecho, está impreso en el mismísimo  ojo humano, ayn ( }ya( = 130 =  104 + 26 = d(fl hWhy ), cuya cifra y en hebreo equivale a eternamente Dios, adonai laed. Tal vez por ello el Buda histórico haya dicho aquello de ´´la liberación está en el ojo´´, queriendo referirse al hecho de que nuestra mirada ya está en estado de privilegio, pero nos cuesta comprenderlo porque  su apertura y focalización están condicionadas y deben, en la mencionada hora, desacondicionarse, deshabituarse, desnudarse de propósitos. En cierto modo esa hora es un mini shabat, un vibrante fragmento de descanso y reparación psíquica cuyo fin más evidente es reordenar el resto del tiempo. Al principio esa hora en la que no sucede nada y en la que podemos caminar o estar sentados, reclinados, apoyados en un árbol o simplemente acostados pero sin dormir, nos parecerá larga, pero pronto se tornará evidente que en ella está concentrado todo lo que buscamos y tanto puede parecernos que dura segundos como que es interminable. En términos evangélicos sería el grano de mostaza que abre para nosotros el reino de los cielos, y en términos budistas un ahora sin fin.

No es, empero, una hora para compartir, ni para ahorrar las visiones que suscite o extraer de ella enseñanzas. Podría, superficialmente, tomarse por una hora perdida, aunque los maestros jasídicos no la consideran así sino, por el contrario, un lapso de hallazgos. El mismo Baal Shem Tov solía decir que a veces, cuando rezamos, deberíamos dejar de hacerlo para pensar en Dios, simplemente para observarnos observando. La mente humana está tan  habituada a sus tics que los toma por virtudes cuando en realidad no son más que comodidades y perezas. De ahí que, y durante esa hora, haya que descolocarla, girarla, sacudirla renunciando a la voluntad, no haciéndolo de manera deliberada sino suspendiendo sus funciones más comunes, renunciando a sus dones y privilegios. Si acaso aliteramos la palabra hebrea para hora, shaá hasta llegar a la expresión oséh , habremos descubierto el verbo obrar, hacer, realizar: todo lo que esa hora hace por nosotros.

Mejorando el tiempo propio y el ajeno.

 

 
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