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| domingo diciembre 22, 2024

Gustavo D. Perednik. Cuando Europa nos descubra como hermanos


Especial para PORISRAEL.ORG

Con las palabras que siguen abre un artículo[1] de hace un año de Rodrigo Carrizo Couto: “Comencé a escribir estas líneas al día siguiente… (de la) masacre en Niza. Poco más tarde… un ataque con un hacha a los pasajeros de un tren en Alemania. El día que terminaba de editar, un joven iraní acabó con la vida de nueve personas en un centro comercial de Múnich y, al día siguiente un refugiado sirio atacó con un machete a tres personas, matando a una mujer. No hace falta ser adivino para suponer que antes que este artículo se publique veremos otro ataque terrorista en suelo europeo”.

El introito se perfila como una exhortación a Europa; puede entenderse como un sincero clamor para que los europeos despierten de su aquiescencia para con el terror musulmán.

Sin embargo, es posible que a la nota de Carrizo Couto le falte lo esencial, y ello le impida ser una advertencia de vanguardia, una que habría podido sacudir la conciencia europea.

Su carencia se pone de relieve en el párrafo que el autor agrega al final de su enumeración de los atentados islamistas; en él se lamenta de la “enésima agresión contra Occidente, sus valores y su estilo de vida”.

Observemos bien: la matanza de Niza fue el disparador de sus atinadas reflexiones. Lo que generó su angustia e indignación fueron los atentados en Europa. Y tamaña demora motiva nuestra amistosa pregunta: ¿por qué son los asesinatos en el Viejo Mundo lo que abre los ojos para comprender la tragedia que padece Occidente? ¿Por qué las decenas de atentados contra civiles israelíes durante varias décadas; por qué la violencia suicida y genocida que provocó miles de muertos y de lisiados judíos; por qué dicha tragedia no logró perturbar a los europeos en general?

Intentaré ofrecer dos respuestas.

La primera de ellas: la arraigada judeofobia europea ha demonizado tanto a Israel, que ninguna violencia infligida a este país se percibe en Europa como intrínsecamente mala. En el momento en que debe explicar la violencia desatada contra israelíes, el europeo promedio esgrime argumentos sociales, geopolíticos y estratégicos. En contraste, cuando debe juzgar las acciones del Estado hebreo, en este caso aduce argumentos morales: Israel oprime, Israel es malo.

Así, a los enemigos de Israel se les condona su primitivismo, su misoginia, sus dictaduras, su regodeo en la muerte de inocentes, su brutalidad, sus bombas en fiestas de cumpleaños, sus incendios de bosques, sus secuestros y asesinatos estimulados desde una educación caníbal y una procaz televisión.

Todo este cuadro dantesco (que ahora penetra parcialmente en Europa) fue sistemáticamente silenciado con la muletilla oficial de una inexistente “ocupación” que, aunque no resiste el menor análisis, les basta a los europeos para permitirse odiar a Israel y no admitir realidades que contradigan su encono.

Por lo antedicho, en la conciencia colectiva de los europeos lo malo ha pasado a ser la autodefensa de Israel y no la agresión de la que Israel es blanco. La mera existencia de Israel es asumida como un ataque, ergo su defensa se percibe como provocadora debido a la “ocupación” (este mendaz término ha inyectado en el mundo una mitología perversa acerca de quién es el judío renacido en su tierra).

La mentira cunde, porque abreva a su vez de la vieja mitología judeofóbica que ha envenenado a Occidente durante dos milenios. Ya no somos el pueblo deicida; ahora somos el pueblo genocida, y en uno y otro caso el oprobio es el máximo mal alcanzable,  que por lo tanto merece los castigos más atroces.

La validez de los argumentos, es lo de menos. Después de todo, ante el máximo mal también está permitido engañar. Que Israel no libra ninguna guerra de exterminio contra los palestinos es demostrable con sólo abrir los ojos. Los palestinos son el colectivo más mimado y privilegiado de toda la región, y su crecimiento demográfico es constatable. A pesar de ello, hay unos 150 millones de europeos que prefieren tragar la pavorosa mentira como si fuera un veredicto que no admite pruebas en contrario.

Y bien, hemos formulado hasta aquí la primera respuesta a la pregunta de por qué a los europeos en general no los conmueve el asesinato de israelíes. Su endémica judeofobia les impide reconocer a los hebreos como aliados de nada, ni siquiera en la lucha contra el terror.

La segunda respuesta posible a la pregunta, quizás derive de la primera, pero es menos tenebrosa, y despierta mayor optimismo en cuanto a su reversión en el mediano plazo.

 

De la animadversión a la displicencia

 

En Occidente prevalece una suerte de ingratitud para con las raíces hebraicas de nuestra civilización. A Europa le cuesta reconocer su deuda para con Israel en el lenguaje, la democracia, la literatura, y el pensamiento.

Por el contrario, sí se admite con asiduidad el legado de los griegos en mitología, filosofía y leyes, una herencia constantemente resaltada y apreciada.

Cuando Europa narra sus raíces culturales mira a Atenas y después a Roma. Casi no mira a Jerusalem. Cuando Europa desgrana el origen de su poesía, reivindica a Hesíodo y Anacreonte, no Cantares ni Salmos. Los libros sapienciales le son enormemente más ignorados que el platonismo. La democracia ateniense le parece la cuna de su política; nunca el libro de Samuel. Sus lenguas clásicas son el griego y el latín, pero no el hebreo a pesar de su vasta influencia.

El contraste encandila. Una revisión del mismo debería ser un objetivo de la crítica social europea. Dicho examen debería procurar responder por qué un linaje cultural es tan asumido y el otro es relegado, pese a que tanto el helenismo como el hebraísmo son dignas columnas culturales de Europa.

El motivo inicial de la discordancia deriva acaso de que la antigua derrota de Grecia ante Roma fue pacífica, y así el imperio romano pudo absorber lo helénico paulatina y armoniosamente. Ello no le ocurrió a la cultura hebraica; la nación que la portaba  mantuvo contra Roma una obstinada resistencia.

Recordemos que los grandes rivales de los romanos fueron vencidos hasta la destrucción total: el Israel hebreo y la Cartago fenicia. Ambos compartían, amén de su pertinaz rebeldía, una parte de la tradición semítica en su lenguaje.

Los romanos, que reconocieron su deuda cultural para con Grecia, se negaron a otorgar crédito alguno a los derrotados judíos y cartagineses, vistos como virulentamente sediciosos.

Aplicado este criterio a la realidad contemporánea, podría explicarse por qué la agresión constante que sufre Israel no es definida por Europa como “contra Occidente”, aun cuando lo es, desde todo punto de vista.

Después de todo, quienes procuran destruir Israel detestan su democracia, su respeto por los derechos humanos, su diversidad, la dignidad de sus mujeres, su libertad. Aunque Israel comparte con los países occidentales “valores y estilo de vida” (según las palabras del autor del comienzo) el hebraísmo se perfila como una especie de ancestro y socio no querido, cuando no directamente peor que eso: como una carga molesta para sus herederos culturales.

Con todo, somos testigos de que ha comenzado una transformación. Europa en efecto empieza a despertar, en un proceso desafortunadamente moroso que fue denominado “educación por asesinato” (la vívida expresión es de Daniel Pipes).

Este despertar quedará incompleto, empero, si Europa continúa renegando de sus raíces hebraicas, y si no asume el corolario de las mismas: la confraternidad con su aliado natural, el Israel renacido, y cierta consecuente empatía para con la víctima de la agresión anti-israelí que ya lleva casi un siglo.

[1] El Atronador Silencio De La Mayoría, publicado el 25 de julio de 2016 en Literalmagazine.Com.

 

 
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