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| viernes noviembre 22, 2024

La desangrada familia


Cuando nos enteramos de que la célula jihadista de Ripoll planeaba atentar contra algunos edificios emblemáticos de Barcelona como la Sagrada Familia por ejemplo, no experimentamos primero consternación y luego alivio: los cuerpos de las víctimas,  los mutilados que aún se reponen en los hospitales y el dolor colectivo es  todavía fresco y punzante, por lo que es difícil juzgar lo sucedido con ánimo sereno y relajado. Pero sí comprendimos-algunos comprendimos-, el carácter religioso de la hipotética agresión, por lo tanto fanático y perverso. Mientras que el buenismo occidental considera político el tema, una consecuencia del juego de poderes y contrapoderes que alternan sus matanzas en el Oriente Medio; en tanto la ingenua y hasta estúpida moralidad de los ilustrados de la prensa y los medios quieren evitar las referencias religiosas, a las que  prefieren llamar violencia sectaria, en la mente de los jihadistas la religiosidad de su furia tiene sello y se llama Islam, no importa si descafeinado o exprés. Las peras no proceden del olmo ni el cielo es realmente azul.  Asombradas, sin duda heridas de  muerte en su orgullo y  en su amor, las madres de los terroristas abatidos no alcanzan a entender qué desvió a sus hijos de la llamada religión de paz. Un imám desalmado, sin duda, pero algo más profundo también, algo de lo que Occidente no es responsable. La semilla atroz que considera, siempre, que el infiel es el otro, cruzado o judío, apóstata  islámico o simple gente de a  pie que sólo quiere trabajar y vivir en el país de acogida. Si en esas familias hoy desangradas se hubiese enseñado que todas las sociedades  de la tierra tienen el derecho de profesar la religión que quieran o, incluso,  de cambiarla si así les place, otro gallo hubiese cantado, pero parece ser que en el Islam prevale la creencia de que los que no han aceptado al Profeta y su credo aún no se han dado cuenta de sus ventajas e inamovible veracidad. Como de las religiones del Libro el Islam ha sido la última en llegar, supone   que su mera existencia anula automáticamente a las otras dos.  No es un hecho nimio, una suposición cualquiera. Es uno de los pretextos que justifica la Jihad internacional. Si el vulgo no lo entiende por las buenas hay que enseñársela por las malas.

Hace algunos meses, y también en España, un musulmán  de esos entró a una iglesia y gritó, con furia, allah-hu akbar, Dios es ( el más ) grande. El año pasado y en Francia, un jihadista mató a un anciano sacerdote que celebraba misa y era un pedazo de pan. Razones más religiosas que esas no hay. Hoy, ahora, en este mismo momento crece el número de familias desangradas en casi todos los continentes porque hachas y cuchillos, bombonas de butano y vehículos suicidas, extienden, a veces ignorándola en detalle, la malévola ideología del Estado Islámico y sus franquicias. Así que, tal y como van las cosas, nosotros ponemos los cadáveres y ellos, los islamistas, las ideas. Nosotros hacemos turismo y ellos nos afean las fiestas y las vacaciones. Sinceramente no me duele mucho que, y en Siria por ejemplo, se maten entre sí. Hasta que no vean que es su propio pensamiento el que los lleva a ello, nada se solucionará. En cambio considero insoportable que extiendan sus males y lacras por el mundo. Debe de ser porque soy judío y mi pueblo está llamado a iluminar a la Humanidad, como así sucede desde Israel en múltiples campos. No hemos sido llamados para enbanderar de negro al planeta. Debe ser, insisto,  porque el desierto vital que desparraman los islamistas arrincona el frágil cultivo de nuestra flor de la concordia, duramente conquistada. Ellos, como se ve, primavera árabe mediante cambian para peor. Nosotros, para nuestra desgracia, todavía no hemos acelerado los cambios que nos son menester  para protegernos más y mejor.

 
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