Hace muchos años y en Jerusalén recuerdo haber escuchado una clase magnífica del rabí T, oriundo de Africa del Norte y residente, por entonces, en la aldea Bnei Brak. El tema central era el anillo, tabaat en hebreo, una palabra de fascinante sonoridad y llena de claves que, según el maestro, explicarían el por qué los futuros esposos, bajo la jupá, el palio, se intercambian tales joyas de oro. El círculo del anillo es como la circunferencia mágica que el famoso Honi, shamán hebreo del que da cuenta el Talmud, dibujaba en el suelo para atraer la lluvia tras situarse en su interior, gesto que vemos repetirse en otras culturas, en especial en Africa. Eso nos lleva a la idea de fertilidad contenida en el anillo, que no por casualidad incluye otras dos palabras hebreas, teba, naturaleza, y et, tiempo, período.
Cuando el novio y futuro esposo coloca el anillo en el dedo de su mujer, inaugura un tiempo que sacraliza su naturaleza, en ese gesto se compromete a mantener radiante e iluminada su mutua relación y bendice su profunda intimidad. Desde luego es un a priori que los hechos deben corroborar, pues la felicidad o la armonía no son cualidades que se experimenten de una vez para siempre: tienen que buscarse una y otra vez, cultivarse desde el primer momento. Por otra parte y por su cifra, 481, el tabaat o anillo, equivale a la expresión bait guidul adonai, ¡lugar de crecimiento natural del Creador! Algo así como un invernadero sagrado, un sitio protegido de las inclemencias del afuera para desarrollar el adentro. Los que escuchábamos al maestro nos quedamos de una pieza, pues muchos eran ya casados y otros estaban a punto de asumir ese compromiso. Por otra parte, de T, que además de rabino era arquitecto y un famoso erudito, podía esperarse algo así.
Resulta curioso que entre los objetos de valor arqueológico que se encuentran en Jerusalén y sus inmediaciones sean bastante comunes los anillos. O los dedos humanos adelgazan de pronto y los dejan caer, o bien se extravían y pierden en los cambios de ropa y, sobre todo, en los traslados. Recuerdo al respecto un anillo del Rambán, en el que estaba escrito ha-gerundí, o sea de Girona, la ciudad catalana de la que procedía el famoso maestro, Una joya hallada hace algunas décadas en Israel y que confirma un supuesto viaje del kabalista a Tierra Santa. Los reyes y aristócratas tenían anillos de sello. Unos pueblos lo suelen llevar, al anillo, en la mano izquierda y otros en la derecha, algunas mujeres en el dedo anular o medio, otras en el meñique. También sobre esas costumbres podrían inferirse datos significativos.
Aquella noche, en Jerusalén, me fui a dormir con el sentimiento de que en un gran maestro es, sobre todo, alguien que nos ´´hace ver´´, en un objeto, un lugar o una persona, algo con lo que convivíamos y a lo que no concedíamos importancia. Como un anillo es continuo, y no tiene, en realidad, principio ni fin, si le damos vuelta al valor de tabaat , 184, nos topamos con la palabra hebrea bitzbetz, que significa brotar, germinar, de donde tenía razón el rabí respecto de las virtudes fertilizantes del anillo de bodas. Un buen símbolo, sin duda, que rubrica un amor pero no nos garantiza de ningún modo su continuidad, pues somos nosotros quienes debemos descubrir, en algún momento de nuestra existencia, que lo verdaderamente valioso no tiene principio ni fin. Siempre estuvo allí para ser descubierto. Desde antiguo el anillo ha sido mucho que una joya un modelo de lo que nos rodea e incluye.
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