Los países desarrollados suelen incorporar a su marco legal una categoría de sujetos inimputables, es decir, los que nos son responsables penalmente de un ilícito cometido por no estar en condiciones de comprender su acción o las consecuencias de ésta. En dicha categoría suelen estar los enfermos psiquiátricos y los menores de edad: para definir a los primeros se utiliza el análisis de peritos médicos, mientras que los segundos quedan delimitados automáticamente por su edad, que generalmente varía entre los 16 y 18 años.
En los atentados de Barcelona y Cambrils intervinieron menores de edad, reclutados intencionadamente en esa franja de edades por el imán de Ripoll y luego instruidos en la fabricación de explosivos y otras técnicas terroristas en diversos lugares de Europa a los que viajaron y que aún se investigan. Esta misma semana, las policías de Marruecos y España desmantelaban una célula yihadista liderada por alguien que trabajaba en un centro de menores, a los que guiaba por el camino sin retorno de la radicalización. La utilización de jóvenes tiene obvias ventajas ya que no suele dejar rastro: su propia condición inexperta les hace susceptibles de dejarse llevar por el entusiasmo de un destino que se promete glorioso después de inmolarse como alguien que muere matando, ante la recompensa machista de las vírgenes a su disposición. Allí donde primero se ensayó esta fórmula de explotación infantil, entre los grupos terroristas palestinos y aún entre su liderazgo considerado moderado, también existe una recompensa terrenal, con generosos premios económicos a la familia y el reconocimiento social de decorar las aulas y calles con sus retratos de héroes inmaduros.
Tenemos un gran problema: enfrentar nuestros conceptos morales sobre la infancia y la juventud con la realidad de la amenaza fundamentalista que transforma nuestra solidaridad e instinto de protección en campo fértil para inocular nuevas tácticas de terror. Estamos tan acostumbrados desde hace siglos a postergar cada vez más el momento y la edad de la responsabilidad ética y legal, de la independencia real de nuestros hijos, que nos hemos convencido que todo el mundo está en nuestra misma tesitura; que ningún padre o madre colaboraría para que un vástago suyo siembre la muerte, incluso la propia. La mala noticia es que no es así. Todos hemos visto, por ejemplo, cómo los combatientes de Daesh enseñan a niños en edad preescolar a degollar y a jugar con las cabezas de los decapitados. Algunos incluso habrán tenido que digerir las palabras de una madre palestina encantada con que sus pequeños quieran morir asesinando indiscriminadamente. No estamos preparados para lo que será una situación cada vez más frecuente, la de los tiernos sanguinarios.
Basura antisemita