Cuando el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, visitó Washington el pasado mes de mayo, fue recibido a las puertas de la residencia del embajador de su país por un grupo de manifestantes consternados por su represión de los derechos civiles y su hostilidad hacia la población kurda de Turquía. A los pocos minutos, los guardaespaldas de Erdogan entraron en acción, junto con otros componentes de la cuadrilla turca, dando golpes y patadas a los manifestantes, entre los que había mujeres y personas mayores. Una mujer de 61 años declaró después a The Guardian que había temido por su vida cuando los guardias le dieron un puñetazo en la cara. Cuando Reza Dersimi, una turcoamericana de 60 años, intentó ayudarla, también fue agredida.
La Policía intervino enseguida, deteniendo a varios de los atacantes, incluidos los guardias de Erdogan. Algunos de los que huyeron fueron capturados en los días siguientes, pero muchos siguen sueltos.
Las detenciones enfurecieron al presidente de Turquía. “¡Han encarcelado a nuestros ciudadanos!”, gritó Erdogan, que suele mandar a periodistas y activistas por los derechos humanos a las cárceles turcas sin que hayan cometido delito.
Ahora, el Gobierno de EEUU ha encausado a 19 de los atacantes por su trato violento a los manifestantes, a los que los líderes turcos acusan de ser miembros de la organización terrorista kurda PKK. (No hay pruebas de que ninguno tenga vínculos con el terrorismo). El ministro de Exteriores de Turquía ha calificado las acusaciones de “injustas y parciales”, y afirma que entre los acusados hay “personas que jamás han estado en EEUU”.
La acusación –contra 15 guardias de seguridad turcos, dos turcocanadienses y dos turcoamericanos— incluye 21 cargos por agresión y delitos de odio, y describe el incidente como “un complot para agredir a los manifestantes y las fuerzas del orden”. “Los integrantes (…) del complot superaban de forma significativa a los manifestantes contrarios a Erdogan, cuyo número aumentó a medida que continuaba la protesta”, declara el escrito de la acusación. “Los integrantes (…) del complot se opusieron verbal y físicamente a la presencia de los manifestantes contrarios a Erdogan, profiriendo amenazas y atacando a los manifestantes (…) Los integrantes (…) del complot utilizaron las amenazas y la violencia física (…) para dispersar a los manifestantes (…), los atacaron e ignoraron flagrantemente las órdenes de las fuerzas de seguridad estadounidenses de que cesara la violencia”.
En vez de disculparse por la violencia, Erdogan ha afirmado que las acusaciones son “escandalosas”, elogiado a los atacantes por sus actos y reprochado que Estados Unidos no le protegiera de los manifestantes. Cierto, algunos manifestantes gritaron “¡Larga vida a las YPG!”, la organización kurda siria con la que Estados Unidos se ha aliado en su lucha contra el Estado Islámico (y que Turquía considera una organización terrorista). Pero esos gritos no exigirían una respuesta violenta en un Estado democrático.
Además, las objeciones de Erdogan apestan a hipocresía. En los últimos dos años, su Gobierno ha detenido a numerosos ciudadanos extranjeros basándose en falsas acusaciones de “terrorismo”, palabra que Erdogan esgrime para definir a quienes critican su ideología o su régimen, empezando por quienes trabajan por los derechos humanos y los periodistas. Ha apelado a los Gobiernos extranjeros para que detengan a sus propios ciudadanos por hacer declaraciones críticas con él, como cuando exigió a Alemania en abril de 2016 que procesara al cómico Jan Böhmermann por un poema cargado de blasfemia que lo criticaba. Sólo unos días después, a la columnista turco-holandesa Ebru Umar, que se encontraba de vacaciones en la localidad costera de Kusadasi, en el Egeo, la Policía turca la sacó de la cama en mitad de la noche y la detuvo por insultar a Erdogan en Twitter. La pusieron en libertad al día siguiente, pero no le permitieron salir del país durante varias semanas.
Otras personas con doble ciudadanía han corrido una suerte similar o peor, como el periodista turco-alemán Deniz Yucel, de Die Welt, que fue arrestado en febrero por hacer “propaganda terrorista e incitar al odio”, según la CNN. Yucel había entrevistado a Cemil Bayik, líder del PKK, “haciéndose pasar por periodista”, e informado de las operaciones de las fuerzas de seguridad en el sudeste de Turquía contra militantes kurdos “actuando de propagandista, al transmitir el discurso de la organización terrorista armada”, según informó la oficina del fiscal a la CNN.
No sólo lo han sufrido individuos con doble ciudadanía. La detención en julio del activista alemán Peter Steudtner y de otras personas que asistían a un taller sobre seguridad digital –de nuevo bajo la acusación de terrorismo– llevó al ministro germano de Exteriores, Sigmar Gabriel, a hacer una advertencia pública a los alemanes que pensaran viajar a Turquía.
El periodista independiente francés Loup Bureau también fue retenido el mes pasado en Turquía, igualmente acusado de ayudar a los terroristas. Las acusaciones no se basaban en nada que estuviese haciendo en ese momento, sino en un reportaje que había realizado sobre miembros de las YPG en 2013 para el canal francés TV5 Monde. En un caso particularmente infame, en 2015 la Policía turca detuvo a varios reporteros de la británica Vice y a su facilitador iraquí en Diyarbakir, ciudad con una gran población kurda. La acusación: “Ayudar consciente y voluntariamente a la organización armada terrorista sin formar parte de su estructura jerárquica”, según la agencia de noticias turca Anadolu. Aunque los documentos judiciales no incluían el nombre de la organización terrorista, el abogado de los periodistas, Tahir Elci, declaró a Reuters que fueron acusados de “reunirse y cooperar con el Estado Islámico y la organización vinculada al PKK [las YPG]”.
El mensaje de Erdogan aquí es claro: sus críticos y los disidentes y sus asociados son “terroristas” que deben ser sometidos mediante la violencia, la cárcel o ambas cosas. Y quienes los oprimen, preferiblemente mediante la violencia y la cárcel, son los justos, los héroes.
Esta ideología, naturalmente, vincula a Erdogan de forma más estrecha a los regímenes islamistas y autoritarios que a las democracias de Occidente. Como ha observado Scott Peterson en el Christian Science Monitor:
Tras quince años de mandato, Erdogan ha ido alejando gradualmente a su país de la tradición laica de Mustafá Kemal Ataturk, que fundó el Estado moderno a partir de las cenizas del Imperio Otomano en 1923. Y hay poco espacio para cualquier visión contraria, ya que el otrora ancla oriental, fervorosamente laica, de la OTAN que aspiraba a ingresar en la Unión Europea está debilitando sus nexos con Occidente, que tan prometedores habían sido, defendiendo el papel de la religión en la vida pública, reprimiendo a la oposición y a los medios y alejándose con creciente determinación de las normas democráticas.
En cambio, en Estados Unidos y otros países occidentales, los periodistas son libres de seguir sus investigaciones, los manifestantes pacíficos son libres de expresar sus opiniones y los agentes del Gobierno no pueden usar la violencia contra civiles inocentes.
¿Qué tipo de régimen es ese? Se llama democracia, señor Erdogan.
© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio
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