Erev Iom Kipur. El atardecer. El día se despide, con pereza, soñoliento, entre rosas, oros, púrpuras y naranjas. Se apaga suavemente en la frescura del ocaso. La luna intensifica su plata, y el lucero intenta competir con sus destellos. Las calles silenciosas se van vistiendo de noche.
En el templo, solemne, surge la esperada plegaria. … Kol Nidrei …
Entre el cielo y la tierra, entre la congregación de fieles, y el yo individual, entre nuestras almas y el Eterno, se eleva el canto estremecido del Jazán.
Iom Kipur en Israel. El silencio grávido, la calma, el detenimiento esperanzado, la reflexión introspectiva, la fe encarnada en la multitud ataviada de blanco.
Es este un día sin tiempos, etéreo y solido, espiritual y terreno, dolorido e ilusionado, hurgador en el pasado, y pleno de diáfanas promesas de porvenir. Nos induce a sumergirnos en lo más profundo de nuestro ser, a analizar todo lo conocido y develar lo no reconocido, a lavar amarguras y renacer envueltos en luz.
¡Admirable es el pueblo dueño de Iom Kipur! Día temido y atesorado desde los primitivos siglos de nuestra historia, inderrotable aun en el agobio, venerado y reverenciado en fidelidad invencible.
Amanece, radiante, el día. El sol entibia las calles desiertas, solo transitadas por quienes se dirigen al templo. Las clásicas, fervientes oraciones, se desgranan austeras. Los fieles, envueltos en el tradicional talit, forman un conjunto de siluetas blancas que evoca ilustraciones ancestrales.
Nuestros más amados personajes bíblicos nos acompañan desde los vitrales representados en sus humanos conflictos, desafíos y desvelos. La luz, cómplice, reverbera en los cristales de color ámbar, granate, añil y esmeralda, tamizando los rayos que pugnan por irrumpir en el recinto.
Las oraciones van pasando las hojas de nuestro libro de rezos. La quietud y el ayuno nos producen un vago letargo, refugio en cuyo pliegue se desliza sutilmente una aurora nueva de consuelo e ilusión. En este instante detenido, aparece un horizonte encantado, de sones cautivantes, de matices infinitos. El abandono cede paso a un temblor, a un aleteo que se abre paso como un capullo de rosa floreciendo en nuestro corazón.
Esta invitación irresistible nos embriaga, avasallándonos, inundándonos de bríos, diluyendo hasta extinguirlos, anteriores angustias, dudas, culpas, miedos. La antorcha de una energía renovada se ha encendido en nosotros alimentando vigorosas llamas de alegría.
Los pálidos rosas del atardecer se extinguen con suavidad, el templo está iluminado con esplendor de fiesta. El fervor crece, se expande, culmina. Un febril aleteo de ángeles revolotea sobre la comunidad, salpicándola con polvo de estrellas. El sonido del shofar se eleva cual refulgente haz de luz, nos anuda la garganta, retiene nuestra respiración, y envolviendo nuestro espíritu en una caricia divina, trasciende el espacio y los siglos de nuestra historia.
Emocionante hasta las lágrimas!!!