Di-s se revela a Abraham tres días después de la circuncisión del primer judío a la edad de 99 años; pero Abraham se retira rápidamente del encuentro para preparar una comida para tres invitados que aparecen en el calor del desierto. Uno de los tres, que son ángeles disfrazados de hombres, anuncia que, exactamente en un año, la estéril Sara dará a luz a un hijo. Sara se ríe.
Abraham suplica a Di-s que no destruya la perversa ciudad de Sdom. Dos de los tres ángeles disfrazados arriban a la ciudad perdida, donde el sobrino de Abraham, Lot, les extiende su hospitalidad y los protege de las malvadas intenciones de la multitud. Los dos huéspedes revelan que vinieron a destruir el lugar y para salvar a Lot y su familia. La esposa de Lot se convierte en una estatua de sal cuando viola el mandato de no mirar hacia atrás a la ciudad en llamas mientras se escapan. Mientras se refugiaban en una caverna, las dos hijas de Lot (creyendo que ellas y su padre eran los únicos vivos en todo el mundo) embriagan a su padre, se acuestan con él y quedan embarazadas. Los dos hijos nacidos de este incidente son los padres de las naciones de Amón y Moab.
Abraham se muda a Grar, donde el rey Filisteo Avimelej toma a Sara, que es presentada como la hermana de Abraham, a su palacio. En un sueño, Di-s advierte a Avimelej que morirá a menos que devuelva la mujer a su marido. Abraham explica que temía ser asesinado por la hermosa Sara. Di-s recuerda Su promesa a Sara y le da un hijo, que es llamado Itzjak («se reirá»). Itzjak es circuncidado a los ocho días; Abraham tiene 100 años y Sara 90 en el momento del nacimiento.
Hagar e Ishmael son expulsados de la casa de Abraham y deambulan por el desierto; Di-s oye el llanto del muchacho agonizante y le salva la vida mostrándole a su madre un pozo de agua. Avimelej hace un pacto con Abraham en Beer Sheva, donde Abraham le entrega siete ovejas como símbolo del pacto.
Di-s prueba la devoción de Abraham ordenándole sacrificar a su hijo Itzjak en el Monte Moria (el Monte del Templo) en Jerusalén. Itzjak es atado y colocado en el altar, y Abraham levanta el cuchillo para degollar a su hijo. Una voz del cielo le ordena detenerse; un carnero, atrapado en los arbustos por sus cuernos, es ofrecido en lugar de Itzjak. Abraham recibe la noticia del nacimiento de una hija a su sobrino Betuel.
AQUÍ ESTOY HIJO MIO
Abraham se encamina con su hijo Itzjak hacia el Monte Moriá. Su mente está concentrada en la misión que va a llevar a cabo. No es fácil. Lleva a su propio hijo, a su heredero, al sacrificio. Debe pensar bien en el procedimiento a seguir, como lograr que todo esté en orden, y, no cabe duda, como comunicarle a Sará que su hijo ha sido sacrificado. Es evidente que está muy concentrado en sus pensamientos. De pronto una voz se oye: “Padre mío”. Es su hijo Itzjak que lo llama. ¿Y cual es la respuesta de Abraham? No lo hace callar, no le dice que interrumpe su concentración, simplemente responde: “Acá estoy hijo mío”. No importa cuan ocupados estamos, no importa cuantas preocupaciones nos agobian, aprendamos de Abraham, si nuestro hijo nos llama contestemos “Aquí estoy hijo mío, aquí estoy para escucharte, para compartir tus problemas, para aconsejarte, para acompañarte en tu camino”
La columna de Sal
Por Sara Esther Crispe
Me han dicho que uno «debe vivir de acuerdo con el momento» y debe encontrar el modo en que su vida se conecta con la porción semanal de la Torá (parashá); que solo cuando podemos vernos reflejados en la Torá, podemos decir que verdaderamente hemos aprendido.
Al leer esta parashá, aprendemos cómo fue la destrucción de Sodoma y Gomorra. Nos enteramos de cómo Lot es salvado mientras su esposa es convertida en una estatua de sal. Entonces, tratamos de ver nuestra vida reflejada en esas palabras. Con seguridad, preferiríamos que no fuera así, ya que la conexión es sumamente intensa, real y verídica. Preferiríamos creer que es simplemente una historia, una lección acerca del mal universal que termina por ser removido. ¿Cómo podemos identificarnos con una estatua de sal? Y sin embargo, lo hacemos y mucho.
La historia es así. Una comunidad malvada está destinada a ser destruida. Dicha comunidad va a ser aniquilada en su totalidad, y Abraham es advertido de la destrucción por adelantado. Él discute con Di-s y le ruega que no destruya las ciudades ni a sus habitantes. Le ruega que los perdone en virtud del mérito de los cincuenta hombres justos. Pero no puede encontrar estos cincuenta justos. Intenta conseguir cuarenta y cinco. Cuarenta. Treinta. Veinte. Diez. Y sin embargo, no los encuentra. La ciudad está totalmente corrompida y, por eso, debe ser destruida.
Solo Lot y su familia serán salvados. Con una condición: no deben mirar atrás. Pero la tentación es muy grande. Y la mujer de Lot mira. Y se convierte en una estatua de sal.
Es por eso que nosotros, también, somos con frecuencia estatuas de sal. Ancladas y petrificadas entre dos sitios, donde nunca deberíamos haber estado y donde tenemos que ir. Si solo tuviéramos la fuerza para dejar que se vaya.
Debemos intentar razonar. Entender por qué ciertas cosas son buenas para nosotros. Incluso, si no fuera así, debemos pensar si son buenas para alguna persona, ¿no es cierto? Aunque solo sea para una sola persona, ¿verdad? No, no es así. No hay bondad en ello. No hay nada para rescatar. Debe ser destruido. La relación no puede existir. Lo único que podemos hacer es salvarnos a nosotros mismos. Y esto solo lo conseguiremos si no miramos hacia atrás.
Nunca mires hacia atrás. Sin embargo, no puedes evitarlo. Das el primer paso. Dejas el lugar donde nunca deberías haber estado para dirigirte hacia donde debes ir. Si solo pudieras llegar a ese lugar y dejar todo atrás. Verdaderamente, dejar atrás aquello que intenta disminuirte y destruirte. Si sigues caminando, se habrá ido para siempre. Si puedes soltarlo, perderá el poder para lastimarte. Y sin embargo, una y otra vez, miras hacia atrás.
Y una vez más, te petrificas como una estatua de sal. (www.es.chabad.org)
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