Foto: Por primera vez, el judeoespañol estará representado en la Real Academia Esspañola
En junio de 2015, cuando el parlamento aprobó la ley de nacionalidad para los descendientes de los judíos expulsados de España, se vivió una rara ola de amor al pasado. Uno de las expresiones más singulares de este filo-sefardismo es la búsqueda de huellas del legado hebreo en la toponimia, los nombres propios de la geografía del país. El caso más notable es el de Lucena (Córdoba), fundada y habitada exclusivamente por judíos entre los siglos IX y XII, cuyo nombre proviene del hebreo “Elí hoshaná”, Dios nos salve.
Este es un hecho histórico fehaciente y demostrable. Sin embargo, algunos han fantaseado con los nombres de otras localidades por su cercanía fonética a la lengua bíblica. Así, hay quienes han querido adjudicar a la palabra “toledot” (historia o relato, en hebreo) al origen toponímico de Toledo. Propongo una lista de nuevas falsedades que añadir como simple divertimento, con la advertencia de que nadie se llame a engaño. Una falsa toponimia que circula estos días se refiere a Barcelona y su similitud con “bar shelanu”, traducible como “nuestro hijo”, aunque en términos israelíes más contemporáneos le iría mejor lo de “nuestro bar”. Otra que ha sonado a veces es la de atribuir al río Ebro una deformación de “hebreo”.
Pero osemos emprender un recorrido aún más imaginativo, según el cual Catalayud sería una “novia judía” (kalát yehudí); Salamanca suena a “shalom imjá” (la paz sea contigo); Madrid deriva de “madrij” (el que enseña el camino); Mérida vendría de “meridá” (rebelión); Valencia sería la transformación de “ba le-nsiá” (viene para viajar, buen nombre para un puerto); Teruel sería “Dios tronará” (terú el); Ceuta vendría de “sabta” (abuela); Benidorm de “bnei dor” (un poético hijos de la generación); Sevilla de “sviá” (satisfacción); Baleares sonaría sospechosamente similar a “ba le-aretz” (viene a la tierra); Málaga parece provenir de “malcá” (reina); Huelva sería “hu el ba” (el que viene a Dios); o Gavá provendría de “gueavá” (orgullo). Os invito a seguir fantaseando.
Lo que sí es real es el propio nombre de “España”, derivado de la “Hispania” romana, que lo heredó a su vez de la denominación griega a partir del nombre que los fenicios le dieron: un pueblo que en la Antigüedad habitaba lo que hoy es el Líbano, y que compartía cultura, origen lingüístico y empresas de colonización en el Mediterráneo con sus vecinos del sur, los israelitas. Ambos llamaron a la península “isla de conejos”, en hebreo moderno, “i shfaním”. Recordemos que en las lenguas semíticas la f y la p se representan con la misma letra, con lo que sin grandes cambios pasó a ser “ispaním” e “ispania”, el nombre del país donde, como queda demostrado, la realidad es aún más reveladora de nuestra huella que cualquier invención fantástica
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