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| viernes noviembre 15, 2024

«Urbanicidio» y «anarquitectura» en la política antiterrorista israelí


El israelí Eyal Weizman es arquitecto, profesor de Culturas Espaciales y Visuales en la Universidad de Londres, uno de los fundadores del colectivo Decolonizing Architecture Art Residency de Belén y autor de Hollow Land, cuyo capítulo séptimo se titula “Across the Walls: Military Operations as Urban Planning”. La editorial española Errata Naturae –que incluye en su catálogo Viaje a la Palestina ocupada, de Eric Hazan, y El enemigo declarado, de Jean Genet– transformó ese capítulo en un pequeño libro, al que tituló A través de los muros. Cómo el Ejército israelí se apropió de la teoría crítica postmoderna y reinventó la guerra urbana.

Ya desde el título se anuncia un viaje a lo intelectualmente bizarro e ideológicamente adverso. El autor hace un buen trabajo de investigación, nutrido de referencias eclécticas a personalidades tan dispares como el oficial arabista británico T. E. Lawrence, el estratega prusiano Carl von Clausewitz, el teórico militar posnapoleónico Antoine-Henri Jomini, la escritora palestina contemporánea Adania Shibli, la filósofa alemana Hannah Arendt, el sociólogo de la Escuela de Frankfurt Herbert Marcuse y el periodista israelí antiisraelí Gideon Levy, entre otros. Weizman busca interpretar el cruce entre arquitectura y praxis bélica en el marco de las operaciones antiterroristas de Israel en las ciudades palestinas durante la Segunda Intifada, y la influencia que la teoría crítica posmoderna ha tenido en la doctrina de la guerra urbana de las IDF (Fuerzas de Defensa de Israel). Sostiene que el Instituto de Investigación en Teoría Operacional (OTRI, por sus siglas en inglés), un departamento del Ejército israelí, se benefició del pensamiento de una serie de artistas, filósofos, ensayistas y arquitectos para dar forma a una acción militar urbana singularmente exitosa, al punto de que fue estudiada por los Ejércitos de Estados Unidos, Inglaterra y Australia.

Según el autor, el OTRI incorporó a sus manuales de instrucción los escritos de Gilles Deleuze y Félix Guattari, autores de Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia; de Guy Debord y otros miembros de la Internacional Situacionista, que auspiciaban la adaptación de construcciones a usos novedosos en lo que llamaron détournement; de George Bataille, con su búsqueda del desmantelamiento del “racionalismo rígido de un orden de posguerra” para “liberar los deseos humanos reprimidos”; de Bernard Tschumi, arquitecto radical de izquierdas cuyo libroArquitectura y disyunción el OTRI tradujo al hebreo; y hasta la anarquitectura (arquitectura anárquica) de Gordon Matta-Clark, una “tentativa de subversión del orden represivo del espacio doméstico” que consistía en desmantelar y transformar edificios abandonados. Las ideas poscoloniales, posestructuralistas y posmodernas de estos vanguardistas de los años 60 en adelante aparentemente contornearon una conducta bélica de los soldados de Israel en Cisjordania que el geógrafo británico Stephen Graham denominó “urbanicidio”.

Un precedente importante de las guerras urbanas, informa Weizman, se encuentra en el manual del mariscal francés Thomas Bugeaud La guerre des rues et des maisons. Escrito en 1849 para dar respuesta a las sublevaciones de clase registradas en Francia en aquellos tiempos, el texto proponía ampliar las calles y eliminar los edificios ubicados en las esquinas estratégicas de París. Un siglo y medio más tarde, el Ejército hebreo adoptaría el método de la geometría inversa, que consiste en atravesar los muros interiores de las casas de los palestinos para capturar terroristas, con lo que se evita dejar a los soldados expuestos al fuego enemigo en la vía pública. Este avance casa por casa desde sus mismos interiores “reinterpretó, cortocircuitó y recreó la sintaxis arquitectónica y urbana”, asegura el autor.

Para mejor entrenar a sus soldados en la guerra urbana, las IDF diseñaron un modelo tridimensional digital de Gaza y Cisjordania describiendo –“al mínimo detalle”, apunta Weizman– el emplazamiento de las puertas y ventanas de cada casa. Luego construyeron en el desierto del Néguev una maqueta a escala real de una localidad palestina, con un mercado de calles estrechas, un campo de refugiados, un sector religioso y un vecindario rural. Weizman informa de que un aclamado escenógrafo de un teatro de Tel Aviv fue convocado para diseñar unos efectos especiales que reprodujeran lo que sucede en un combate real. El Ejército israelí también contrató a una firma high-tech local para que fabricara un dispositivo que permitiera ver –y disparar– a través de las paredes: dotado de un radar e imágenes térmicas, produce imágenes tridimensionales de la vida biológica al otro lado del muro. Al parecer, Israel contaría con las armas adecuadas para disparar a través del concreto sin desvíos de trayectoria significativos. Por otro lado, sus comandos estudian la fisonomía, las voces, el comportamiento y los hábitos de los objetivos terroristas para poder eliminarlos con precisión al momento de dar con ellos imprevistamente.

Eyal Weizman ve todo esto con horror. Asegura que Israel concibe la que se desarrolla en entornos urbanos como “la última forma posmoderna de la guerra”. Con contemplación filosófica, sentencia que Israel ha elevado su tecnología “al nivel de la metafísica, tratando de moverse más allá del aquí y ahora de la realidad física, colapsando el espacio y el tiempo”. Lamenta que la educación en Humanidades, que “es el arma más poderosa para combatir el imperialismo capitalista”, se haya convertido en “herramienta del mismísimo poder colonial”. Postula: “Si los muros intentan contener la entropía natural de lo urbano, romperlos supondría liberar nuevas formas políticas y sociales”; pero estas acciones, en manos de los soldados israelíes, se han transformado en la “fundamentación de un ataque contra el frágil hábitat de los refugiados palestinos en estado de sitio”. En ningún momento considera que, al poner sus soldados sobre el terreno y no bombardear desde el aire, Israel buscó minimizar las bajas civiles palestinas, aun al precio de exponer las vidas de sus propios hombres. Por el contrario, para Weizman, “la transgresión de los límites domésticos debe ser entendida como la manifestación extrema de un estado represivo”.

A lo largo de las 110 páginas de esta obra, en ningún lugar podrá uno hallar la palabra terrorista asociada a los combatientes palestinos, aun cuando son identificados como miembros de los brazos armados de Hamás (Izedín al Qasam), la Yihad Islámica Palestina (Saraya al Quds) o Fatah (Brigadas de los Mártires de Al Aqsa); incluso de Hezbolá o Al Qaeda. Los únicos términos de referencia son “resistentes”, “guerrilleros” o “personas”. A los comités populares nacidos durante la Segunda Intifada para coordinar ataques contra israelíes, integrados por representantes de los grupos laicos y fundamentalistas palestinos, los presenta como un ejemplo de “democracia participativa”. Y en cuanto a la valla de seguridad (“el muro”, en su lenguaje), dice que mientas sea algo “constantemente permeable y transparente sólo desde uno de sus lados, Israel seguirá siendo soberana sobre los territorios palestinos”. Vale decir, si Israel ejerce su derecho de  autodefensa ante actos de terror planeados en Gaza o Cisjordania, eso significa que Jerusalem es la soberana allí. No se le ha ocurrido pensar en la simetría lógica de su enunciado: si Hamás dispara cohetes contra Israel por encima del muro, ¿eso la convierte en soberana –y consecuentemente responsable– del territorio de Israel y de su población?

Este libro reúne a una editorial española no simpatizante de Israel con un académico israelí crítico de Israel exiliado part-time. Se dice que cuando uno sólo tiene un martillo en la mano, todos los problemas lucen como clavos. Cuando uno es un arquitecto progresista israelí enojado con las acciones defensivas de su país, la derivada será un libro que mezcla posmodernismo con urbanismo y política militar. Sorprendentemente, e ideología al margen, el resultado es estimulante, informativo y no del todo incoherente.

 
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