Que en el mundo audiovisual en el que vivimos un editor modesto se consagre a publicar en español, con esmero y respeto, obras clásicas de la Kabalá, es un prueba que la palabra, de hecho la letra, y para los que creemos en ella, tiene aún fuerza expresiva y es un tesoro de inagotables significados según se la lea de un modo u otro. Todo lenguaje, empero, es ambiguo y más aún en la mística judía, que se ocupa de rastrear esas complejidades y pelar el idioma como de si de una cebolla se tratara, transparencia tras transparencia hasta alcanzar la perplejidad del éxtasis. Para los judíos, que en eso preceden a los musulmanes, existiendo la prohibición de representar lo divino en imágenes, la lengua hebrea misma es una obra de arte, un abanico infinito que no cesa de abrirse incrementando, con el paso de los siglos, la belleza de sus combinaciones fonéticas a la par que refrescando, en sus oscilaciones, nuestra mente.
July Peradejordi, que con mano maestra de editor se atreve a asumir el desafío de rescatar obras tan antiguas como valiosas, ha dado a luz en Obelisco al Alfabeto de Rabí Akiva, suerte de midrash atribuido al maestro de la época de Adriano y la resistencia contra el poder romano. Ningún historiador serio sostiene hoy esa autoría, pero eso importa menos que este mosaico de fábulas, homilías, enseñanzas y sentencias filosas como diamantes en el que las letras hebreas bailan y adquieren una y otra vez distintos sentidos, se yuxtaponen y frotan hasta la incandescencia semántica. Digo distintos sentidos, aunque también complementarios, porque de lo que en realidad se trata es de interpretar, dilucidar, extraer de los mensajes heredados perlas para la actualidad, mensajes para nuestra época. Como en todos los documentos kabalísticos que conservamos, el Alfabeto de Rabí Akiva no sigue un orden racional, ni siquiera numérico, pero sus asociaciones son siempre pertinentes y nos devuelven a los mejores pasajes de la Biblia. Estamos ante un texto que, se advierte, no es para todo tipo de lector, y menos aún para un lector apurado. Rabí Akiva, maestro y mártir, enseñó la Torá en condiciones adversas y fue fiel a la tradición oral de la que el libro que comentamos es un gajo, un fragmento visible. Por eso pasó a formar parte del imaginario judío como el estudiante que comienza tarde pero no acaba nunca, ni siquiera hoy, ahora mismo, de aprender allí donde se halle. En el paraíso de los justos o en la nube del-no saber.
Impecable, la traducción de Frau-Cortés nos acaricia en su lectura, conectándonos con otros documentos clásicos como Yetzirá o Libro de la formación y el Bahir o Libro de la claridad. Toca nuestra atención conservado el candor y la intensidad del original y sin duda también ecos de las ediciones de Venecia y Constantinopla, versiones que seguramente cotejó en su trabajo de traductor. Nunca sabremos qué pensó realmente Rabí Akiva, pero fácilmente podemos imaginar que parte de lo que enseñó, apreció y transmitió se encuentra en la obra que comentamos. También a Aristóteles, Lullio y Paracelso se les atribuyen obras que no escribieron, o que tal vez dictaron sin ánimo de que merecieran la imprenta. El prestigio llama al prestigio, la grandeza de pensamiento llama a su vera a las ideas que flotan en el aire y de ese modo impide que se pierdan. Akiva, de condición humilde, perseverante e íntegro, es un ejemplo concreto de lo que la educación, cuando la asumimos con alegría, puede hacer por nosotros.
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