¿Quién teme a Jerusalén? ¿Quién teme que la milenaria capital judía sea hoy proclamada capital de los israelíes? Cada vez que hemos de preguntarnos por lo obvio es que algo funciona mal. Y que no osamos siquiera decir su nombre: miedo.
Lo primero es establecer los datos. Cualquier análisis puede sólo venir luego. En cuanto a las valoraciones, poco cabe decir. No hay, por definición, valoración que escape a lo arbitrario. Todos las tenemos. Pero mejor guardarlas. Valorar, en política, sólo conduce a engañarse. Autoengañarse, en la hipótesis más benevolente.
El dato. No es Trump. Es el Congreso americano quien decide, en 1995, aprobar la ley que fija Jerusalén como lugar para la Embajada en Israel de los Estados Unidos. Desde esa fecha, el mantenimiento de la legación en Tel Aviv es transitorio, a la espera de que el Ejecutivo proceda a dar eficacia al mandato del legislativo. La transitoriedad ha durado 22 años. Demasiados. Pero eso no resta un átomo de vigencia a la decisión parlamentaria. Trump da realidad ahora a lo que tres presidentes no han tenido el coraje de ejecutar. Esa es la única novedad y a eso se reducen los datos. No hay innovación ni legal ni política. Hay el fin de una dilación de legitimidad dudosa.
Ni un solo factor histórico o político puede cuestionar lo obvio. Que Jerusalén es la capital de Israel. Que lo ha sido siempre. Incluso durante los casi dos mil años a lo largo de los cuales Israel no ha existido más que en las almas de sus hijos y en sus textos. Más entonces que nunca. Y, al cabo, puede que aún más que el retorno a Israel haya sido el retorno a Jerusalén lo que haya movido a la perseverancia de un pueblo que cifró en las piedras del muro del Templo su identidad más pura. Y al que quizá nada haya conmovido tanto, en esos largos siglos de destierro, cuanto la evocación del Salmo 137: «Junto a los ríos de Babilonia, allí nos sentábamos y llorábamos al acordarnos de Sión. De los sauces de allí colgamos nuestras cítaras, aunque nuestros carceleros nos pedían cantos y nuestros capataces alegría: «¡cantad algún canto de Sión!’ ¿Cómo hemos de cantar el canto de Yahveh sobre suelo extranjero? Jerusalén, si yo te olvido, olvídese de mí mi mano diestra. Pégueseme la lengua al paladar, Jerusalén, si no te recordare, si a Jerusalén no alzara por cima de mi alegría…»
No hay obstáculo histórico. No lo hay político. Ni siquiera coartada. Jerusalén, aún más que su capital, es Israel. Y, aún más que una ciudad, es el pueblo judío: su símbolo y su arquetipo. Y es también el paradigma de la única sociedad libre y democrática en el Cercano Oriente: la que, tras la guerra de los Seis Días tiene la generosidad, inconcebible en cualquier otro horizonte, de ceder al enemigo vencido la administración del corazón más sensible de la ciudad: la explanada del Templo. Puede que fuera, en lo político, un error catastrófico de Moshe Dayan tras liberar la Ciudad Santa. Pero, en aquel desapego que llevó a Israel a ceder a las autoridades musulmanas la adminis tración plena de ese lugar sagrado resuena lo más noble del respeto europeo hacia todas las religiones: aun hacia las más bárbaras. Y es que Israel es lo que queda de Europa. Cuando Europa se extingue.
¿Hay algún otro tipo de motivos para que Europa vea con malevolencia ese acta de realidad que pone en Jerusalén la capital judía? Sí. Pero da vergüenza decirlo. Se llama miedo al chantaje terrorista: a la OLP hace años, al yihadismo ahora. Y eso es Europa: su miedo.
Yerushalayin la capital eterna de Yisrael!