El espectáculo es digno de verse. Otra vez pugnan los gobernantes, los políticos y los medios en el mundo occidental por superarse los unos a los otros en hipocresía y sinrazón.
Y la comunidad internacional parece querer hacer de nuevo el ridículo. Como cuando el referéndum pro FARC en Colombia o la campaña electoral de todo el mundo a favor de Hillary Clinton. Ahora se repite el espectáculo. Otra vez con Donald Trump como protagonista.
Todos dicen estar asustados por la violencia que pueda provocar el que vaya a cumplir una ley norteamericana de hace 22 años y su promesa electoral.
Le echan la culpa de la violencia que sus enemigos puedan generar porque pone la embajada de EEUU donde le dicta su Congreso en la capital de un país soberano. Es la lógica cobarde del apaciguamiento que cimienta toda senda a la guerra.
Donald Trump compareció el miércoles en la Casa Blanca para anunciar -en un discurso por cierto bellísimo en fondo y forma- que va a cumplir una decisión del Congreso pendiente desde 1995. Entonces el Senado aceptó la resolución por 93 votos a favor y 5 en contra.
La Cámara de Representantes votó 374 a favor y 37 en contra. Contundente. Se ordenaba el traslado de la embajada a la capital de Israel, es decir a Jerusalén.
La intención clara es acabar con una anomalía y un carácter provisional que no responde a la realidad sobre el terreno porque Jerusalén es la capital del Estado y alberga todas las instituciones de la única democracia de Oriente Medio.
Todos los gobernantes extranjeros que visitan Israel van al Knesset que está en Jerusalén, a los ministerios que están en Jerusalén, a las oficinas del gobierno y de la jefatura del Estado que están en Jerusalén. Por eso ya está bien que se pretenda lo que no es.
No es inocua. Alimenta entre los enemigos de Israel la falsa idea de que también entre sus amigos y aliados pudiera haber dudas sobre el carácter permanente de la existencia de Israel con su capital en Jerusalén. El mensaje es Israel está para quedarse y Jerusalén como su capital. Luego abandonen toda esperanza de destruir Israel y echar a los judíos al mar.
Cuatro presidentes de EEUU prometieron hacerlo para poner coto a esos malentendidos peligrosos. No cumplieron, por miedo o comodidad. Trump sí cumple. Dicen que esto saboteará acuerdos de paz.
¿Qué acuerdos? Si en veinte años nada bueno ha pasado sin traslado de embajada, es que retrasar la decisión es inútil. Pruébese lo contrario. Es decir, el traslado.
Trump ha abierto el grifo de la realidad. Y no sale lo suficientemente tibia para estos gobernantes mediocres que no quieren líos y viven en su zona de confort de elección en elección. De ahí tanto sobresalto y ademán. Pero el chantaje del terror ha quedado roto por Trump.
Aunque hoy se quejen muchos, asumirán este acto de liderazgo de EEUU y no tardará en haber allí otras embajadas, occidentales pero también árabes. Si algunos europeos quieren jugar a precariedades háganlo en su casa. No con el país que ha pagado y paga bien caro su derecho a existir y a florecer.
El país que con la sangre y el sudor de sus hijos ha conquistado el derecho a ser ya la mayor joya de prosperidad, creatividad, libertad e inteligencia jamás creada por manos, mentes y corazones humanos en el desierto. Todo el que se respete debería aplaudir y ayudar.
Y animar a los vecinos a aprender de Israel para salir ellos de la miseria en que están todos, prisioneros de un odio que los occidentales muchos veces parecen querer alimentar.
Hermann Tertsch es columnista del diario español ABC y este artículo fue publicado este viernes 8 de diciembre de 2017
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