Vale ya de tonterías. La declaración de Trump del pasado miércoles que Jerusalén es la capital de Israel es más bipartisana que cualquiera cosa que haya dicho como presidente, y probablemente que cualquiera de las que le quedan por decir.
En 1995 el Congreso de los Estados Unidos aprobó, por una abrumadora mayoría bipartisana, una ley en la que se decía: “Jerusalén debería ser reconocida como la capital del Estado de Israel; y la embajada de EEUU en Israel debería ser establecida en Jerusalén no más tarde del 31 de mayo de 1999”. Esta ley, aprobada por una extraordinario 93-5 cuando Bill Clinton era presidente, no tuvo el menor efecto sobre la cumbre de Camp David, que habría dado Jerusalén Oriental a los palestinos como capital de su Estado soberano si el presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat, hubiera preferido la paz a la guerra.
La ley fue reconfirmada en el Senado de los Estados Unidos hace sólo seis meses; por unanimidad. Chuck Schumer, líder de la minoría demócrata en el Senado, copatrocinó la propuesta. Y hace sólo dos meses el propio Schumer arremetió contra Trump por no cumplir con su promesa electoral. “Este año es el cincuentenario de la reunificación de Jerusalén”, dijo Schumer, “y 2018 se nos echa encima y EEUU aún no ha trasladado la embajada o dejado claro su compromiso con la capital de Israel”. “Los recientes comentarios del presidente Trump sugieren que está indeciso sobre el traslado de la embajada”, añadió. “Como alguien que cree firmemente que Jerusalén es la indivisa capital de Israel, demando que la embajada de EEUU en Israel se traslade a Jerusalén. Trasladar la embajada cuanto antes sería una manera apropiada de conmemorar el 50º aniversario de la reunificación y mostraría al mundo que EEUU reconoce definitivamente a Jerusalén como capital de Israel”.
Fueron esas unas palabras contundentes, e inherentemente más controvertidas que las de Trump. Schumer empleo las palabras indivisa y Jerusalén en la misma frase, mientras que Trump dijo:
No hemos tomado una posición sobre ninguno de los asuntos de estatus final, incluido el de la demarcación concreta de la soberanía israelí en Jerusalén o el de las fronteras en disputa. Estas son cuestiones para las partes implicadas.
Lo que diferencia al presidente del líder de la minoría demócrata en el Senado es que Trump, correcta y crucialmente, dice que las fronteras definitivas en y alrededor de Jerusalén han de ser negociadas entre los israelíes y los palestinos. Es la única manera que los palestinos tengan una oportunidad de hacer de una parte de Jerusalén su propia capital. Sin eso, jamás se sentarán a negociar de buena fe. Sorprende que sean las declaraciones de Trump las que lo reflejen, no las de Schumer. Pero es lo que hay. Las palabras de Trump son más moderadas, razonables y sutiles que las de los demócratas del Congreso. Ciertamente, no estamos acostumbrados a las sutilezas del 45º presidente de los Estados Unidos, pero si te gustan esta clase de cosas, disfrútalas mientras duren, porque ciertamente no durarán mucho.
Si Trump hubiera empleado la palabra indivisa como hizo Schumer tan recientemente como el pasado 10 de octubre, la acusación que está prejuzgando el futuro del proceso de paz tendría fundamento. Pero como no la empleó, no lo tiene.
Jerusalén es la capital de Israel por una básica e incontrovertible razón. Con la sola excepción del Ministerio de Defensa, acoge los edificios gubernamentales de Israel. Esto, y no otra cosa, es lo que hace a una ciudad la capital de un país. Y como dijo el senador demócrata (por Maryland) Ben Cardin a la CNN el miércoles, “una nación soberana tiene el derecho a elegir su capital”. Ninguna nación del planeta –ni los Estados Unidos ni ninguna otra– tiene derecho a negar a otra su capital. Uno podría desear que los edificios gubernamentales de Israel estuvieran en Tel Aviv –o, como prefiere Hamás, en ningún sitio–, pero no lo están. Están en Jerusalén.
Específicamente, están en Jerusalén Occidental. No en Jerusalén Oriental, que es mayoritariamente árabe y que ni siquiera era parte de Israel en el momento de su fundación, en 1948. En aquel entonces Jerusalén Oriental estaba ocupada por Jordania, aunque no formaba parte de Jordania. Jordania se la anexionó formalmente, así como la Margen Occidental, en 1950, pero la mayoría de la comunidad internacional no reconoció la anexión.
Israel no adquirió Jerusalén Oriental hasta el final de la Guerra de los Seis Días, en 1967, cuando fulminó los planes de Egipto, Jordania y Siria de invadirlo y destruirlo. Los israelíes expulsaron a los jordanos de toda la Margen Occidental y se anexionaron Jerusalén Oriental. De nuevo, la comunidad internacional no reconoció la anexión.
Así pues, a día de hoy, para la mayoría del mundo Jerusalén Oriental no pertenece a Estado alguno. Puede que Israel la conserve y puede que no –probablemente no–. Los israelíes ya han ofrecido Jerusalén Oriental, y los palestinos la tendrían ahora si hubieran dicho que sí.
Jerusalén Occidental es otra historia. Israel sólo la perderá si un Ejército árabe invade y destruye el país. Son bien pocas las probabilidades de que tal cosa ocurra. Ningún Ejército árabe ha sido jamás lo suficientemente fuerte para enfrentarse y vencer a Israel. Y es casi seguro que EE.UU acudiría al rescate en el caso que Israel no pudiera contrarrestar por sí solo tal invasión. Después de todo, en su día rescatamos a Kuwait de Sadam Hussein, y estaríamos el doble o el triple de motivados si se tratara de ayudar a un auténtico aliado y amigo.
Los países árabes ni siquiera están ya interesados en invadir o destruir Israel. Perdieron las guerras suficientes y pasaron a otra cosa hace ya mucho tiempo. Muchos de ellos –especialmente en el Golfo– de hecho han establecido una alianza no tan secreta con los israelíes porque tienen intereses y enemigos comunes en la región, léase Irán y sus satélites en el Líbano, el Yemen, Siria e Irak.
Con independencia de lo que pase con Jerusalén Oriental, Jerusalén Occidental no va a ir a ningún sitio. Es israelí y punto, lo sabe todo el mundo, empezando por la Autoridad Palestina y los Estados árabes, aunque tengan demasiado miedo a sus propios extremistas como para decirlo en público. Algunos desearían que el Gobierno y las instituciones israelíes estuvieran en Tel Aviv. Pero los israelíes no procederán a tal traslado hasta que el Sol no salga por Occidente y se ponga por Oriente, el mar se seque y las montañas vuelen como hojas de árbol.
© Versión original (en inglés): World Affairs
© Versión en español: Revista El Medio
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