La cruenta guerra en Siria ya ha cobrado la vida de más de medio millón de personas y ha dejado enorme cantidades de heridos y millones de desplazados y refugiados. Son números que cuesta un tanto captar. El ciudadano promedio del mundo recuerda especialmente los casos que por esa dinámica que tienen a veces los medios, se convirtieron en símbolos, como el pequeño Alyan el –Kurdi, que murió ahogado cuando sus padres trataban de llegar en una embarcación a Grecia. La imagen de su cuerpito sin vida sobre la arena, resultó estremecedora.
Pero hubo muchos como él.
La guerra se resume a menudo en números, pero tiene rostros, nombres y apellidos de quien ya no está…y de quienes lograron sobrevivir y llevarán para siempre, o durante largo tiempo, el precio de la locura.
Recientemente volvimos a visita el hospital Ziv de la ciudad de Safed en el norte de Israel, que desde hace más de cuatro años recibe heridos de la guerra. Acompañados por Fares, el asistente social del hospital-ciudadano israelí, árabe cristiano- entramos a una de las habitaciones del departamento traumatológico, donde tres heridos de guerra recibieron tratamiento ortopédico.
Somos un grupo de periodistas y la condición de antemano es no tomarles fotos en las que se les vea los rostros. “Sus familias están en Siria y pueden correr peligro de muerte”, explica Fares.
El más elocuente de los tres, en la cama del medio, es M. un maestro de lengua árabe, musulmán sunita de la localidad de Dar´a, uno de los grandes símbolos de la guerra porque fue allí que comenzaron las protestas contra el régimen hace ya casi siete años. Parece algo más de su edad, 30 años, y ríe diciendo que puede ser por la barba cuando alguien se lo comenta. Fue llevado por conocidos suyos a la frontera cuando se complicó su estado, tras haber sido mal tratado en Siria por la herida que había sufrido.
Y estando hace ya un tiempo en Israel, afirma entender ahora mejor la situación.
“El gobierno de Assad durante mucho tiempo nos dijo que Israel es peor enemigo del Medio Oriente, de los árabes y del Islam, que es inhumano, que quiere controlar todo el mundo”, dice haciendo un gesto como ridiculizando esos conceptos. “ Pero cuando vinimos aquí a recibir tratamiento médico, vimos la otra parte, el buen tratamiento y lado humanitario, que supera por cierto lo que nos daban en Siria. Eso hizo que yo cambie de opinión sobre Israel. Nos habían estado mintiendo”.
En la cama a su izquierda hay un joven de sólo 22 años que ya ha acumulado gran experiencia de vida. Es Farah, que desde los 17 era combatiente en el Ejército Sirio de Liberación. Sufrió una herida grave en la pierna y lo llevaron hasta la frontera, donde una patrulla del ejército israelí lo recogió. Habla poco, sonríe con cierta timidez y lo hace más ampliamente cuando cuenta que en su casa, en la localidad de Kuneitra, muy cerca de la frontera con Israel, lo espera su familia…su esposa embarazada y su hijo.
“En mi casa todavía se lucha, hay guerra, bombardeos…pero tenemos que seguir”, comenta.
El maestro acota: “El pueblo sirio necesitaba la guerra para conseguir libertad. Hemos pagado un precio muy alto. Queremos volver a casa para continuar con trabajo de los mártires, liberar a Siria y conseguir libertad”.
Preguntamos si no tenían miedo de llegar a Israel, un país al que se les había presentado siempre como cruel enemigo.
“Yo había oído ya de un amigo que hace tres años fue tratado aquí, sobre la realidad, distinta de lo que siempre habíamos escuchado”, comenta el más joven. “Muchos de mis amigos estuvieron aquí. Y es la única forma de curarse”.
En el Hospital Ziv los han tratado con dedicación y cuando sean dados de alta, se llevarán a Siria unos anillos exteriores que les han colocado y que les permiten caminar. En unos meses, podrán quitárselos solos.
El joven es de pocas palabras. Aún así, preguntamos cómo ve el futuro de su país y cómo se ha sentido en Israel. Se mantiene en silencio unos segundos y dice: “Ojalá que esté bien, que Siria viva en paz…Y sobre Israel…Aquí he recibido lo mejor. Seguro que mucho mejor que Bashar”.
Donde esta la inmundicia de la ONU