Mi padre nació en Polonia, pero en los 17 años que vivió allí antes de emigrar a Argentina, su ciudad pasó de soviética a alemana, otra vez soviética y hoy bielorrusa, a menos de 60 km de Ucrania. El 70% de su población eran judíos. No aprendió el idioma nacional porque su alfabetización fue en ídish, con acento “litvaker” (lituano) y no porque viviera en una aldea aislada. Los polacos no querían tenerlos en las mismas clases que sus hijos o jugando con ellos en el mismo vecindario. A pesar del rechazo, los judíos adoraban el “alter heim” (viejo hogar, en ídish), su gastronomía de extrema pobreza, la calidez humana de su dura meteorología, la alegría y el pellizco nostálgico de las notas del violín de un klezmer “chagallmente” tocando sobre un tejado. El vínculo al terruño llegaba al punto de que los cabalistas explicaron su nombre como la conjunción del hebreo “po-lan-ia”, aquí mora dios.
El idilio, no obstante, chocó una y otra vez con la intransigencia: las acusaciones de deicidio, de causar la peste y estar detrás de todos los males de este mundo han sido una constante en la relación con quienes marcharon juntos desde la Edad Media y la cuenca del Rín (en Ashkenaz) para colonizar las tierras pantanosas y casi vírgenes del este, a cuyos habitantes los vikingos bautizaron “rus”, los hombres que reman. Resulta llamativo que sean los actuales políticos polacos los que ahora “se hacen los suecos”, en alusión a la expresión de quien se hace el distraído para no darse por aludido. Evidentemente nos referimos a la polémica ley que promulgaron recientemente para castigar con la cárcel a quien sugiera cualquier implicación colectiva polaca en el exterminio de los judíos en el holocausto. Claro que, a la luz de las críticas que les han llovido por semejante intento de encubrimiento de su propia historia, sigan hundiéndose en el fango retórico justificando la ola de antisemitismo de 1968 por la influencia soviética. Si añadimos, por qué no, que las masacres contra los judíos (estimadas en más de 100 mil muertes) a mediados del siglo XVII fueron también obra de extranjeros (los cosacos ucranianos de Jmelnitzki) en las que no tuvieron nada que ver, la conclusión inevitable es que lo del antisemitismo nunca fue con ellos. Poco les falta para proclamarse como las víctimas. En definitiva, una versión revisada y actualizada del negacionismo que está causando furor entre otros “grandes protectores” de los judíos en la zona durante el nazismo y antes, como ucranianos, lituanos, croatas o húngaros, también llamados a “hacerse los polacos”. Pobrecitos.
DIOS les bendiga y guarde Israel