Estos días pasados hemos asistido a los festejos del 70º aniversario de la independencia de Israel, según el calendario hebreo. Bueno, no exactamente, ya que aquel 14 de mayo de 1948 se correspondía con el 5 del mes iyar que este año caía el viernes 20 de abril, y para evitar el conflicto de la celebración (y su desmontaje) con la entrada del shabat, se adelantó al jueves 19, al 4 de iyar. Casualmente, un 20 de abril, algo más cercano en el tiempo, zarpaba el barco que iniciaría mi viaje hacia Israel. No iba solo, aunque no estaba acompañado de mi familia. Éramos una decena de chicos y chicas de unos 18 años dispuestos a “realizarnos” (como decíamos entonces) y convertir nuestro fervor sionista y jalutziano (pionero) en hechos, emigrando a Israel para asentarnos en un kibutz, una granja colectivista.
Unos años antes, siendo niño, asistí con mis padres a una escena similar cuando un primo partió del mismo muelle con un grupo y destino similares. El sol iluminaba el cielo de aquel otoño austral y nos quedamos mucho tiempo saludando la lenta partida de la nave. En mi caso, nos sorprendió la lluvia y cuando pudimos salir a la cubierta ya no quedaba nadie saludándonos desde tierra firme. Habíamos dejado atrás el pasado y nos adentramos en un océano de libertad, pero también de desconexión. No existían los móviles ni siquiera periódicos: vivimos unas semanas como islas en movimiento. El primer puerto europeo que tocamos fue Lisboa, donde pudimos desembarcar durante unas horas. Y entonces vimos que el mundo había cambiado durante nuestra travesía: la calle estaba llena de soldados con claveles en el cañón de sus fusiles, tal como los habíamos imaginado y dibujado en nuestros adolescentes sueños pacifistas.
Seguimos la travesía hasta un puerto italiano, por donde paseamos unos días antes de abordar el avión (ahora sí) que nos llevaría hasta Israel un 17 de mayo. En la televisión del hotel donde nos alojamos la última noche, escuchamos y vimos imágenes de Israel, pero no de sus desiertos reverdecidos en el Negev al que nos dirigíamos, sino de un terrible atentado terrorista en un instituto de secundaria que acabó con 31 israelíes muertos, 22 de ellos estudiantes más jóvenes que nosotros mismos. El mundo no había cambiado, al menos no en el sentido de nuestros anhelos. El Israel al que nos dirigíamos todavía estaba digiriendo el golpe moral de una guerra en pleno Yom Kipur, y el terrorismo se había convertido en una amenaza real y cotidiana, incluso para los niños. A pesar de todo, nuestro ánimo, el de aquel yo de hace 44 años, no desfalleció y al aterrizar aplaudimos y cantamos como si hubiéramos llegado al mismo cielo: un camino que creímos haber culminado, pero que sólo empezaba su andadura, casi como el de la propia tierra que ahora pisábamos
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