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| martes diciembre 24, 2024

Recuerdos de una aliá (III): sexo en Israel


Supongo que, con el subtítulo de esta entrega, habrá más gente dispuesta a leerla que en las anteriores. Sin embargo, puede que dicho interés se vea decepcionado ya que, justamente si algo caracterizó el sexo en Israel, tal como lo viví en el kibutz en aquellos años de mediados de los 70, fue la naturalidad y ausencia de “morbo”. Eran los maravillosos tiempos entre la liberación de la ecuación sexo = reproducción (gracias, principalmente al uso extendido de las píldoras anticonceptivas) y la pandemia del SIDA, que generó miedo y una vuelta atrás en los logros conseguidos después de siglos de represión sexual.

Tuve la suerte de vivir esa “ventana de oportunidades” en un marco que tenía la libertad por bandera, sin ataduras formales, ni económicas, ni sociales. Pero, quizás para decepción de aquellos que se imaginan un mundo orgiástico y desenfrenado, ese tipo de relaciones se regían justamente por un acercamiento exento de pensamientos y fantasías enrevesados, centrado únicamente en el presente. Por ello, resultaba tan excitante justamente el coqueteo, la complicidad de las miradas y la aproximación previas. Para mí, que provenía de una sociedad mucho más conservadora, el contacto con chicas de geografías lejanas me abrió los poros a una visión más universal e inclusiva. Por ejemplo, aquella suiza francófona a la que, con mi torpeza lingüística intenté preguntar si había tenido muchos novios y que me contestó: “Sí, tengo novio, y me caso el mes próximo”. Yo resultaba ser su despedida de soltera y me encantó serlo.

Formaba parte de los grupos de mitnadvím, voluntarios y voluntarias que venían a vivir durante seis meses la experiencia del kibutz. Con ellas y ellos no sólo aprendí a ver el sexo de otra manera, sino también la universalidad humana y a comunicarme en muchos idiomas que nunca estudié, de forma natural y sin miedo al ridículo, igual que con el sexo. En cuanto a cómo se vivían estas relaciones en el país pero fuera del kibutz, muchos seguían aferrados a condicionantes: las estrictas normas de las familias ortodoxas (ajenas a las influencias de los tiempos) no cambiaron ni con los métodos anticonceptivos ni con las epidemias de enfermedades venéreas. Tampoco los ambientes tradicionales y aún vinculados a las culturas diaspóricas de origen favorecían los encuentros informales de sus jóvenes.

Descubrí en aquella etapa que una familia no necesariamente debía amoldarse a lo que había conocido en mis primeros años, especialmente en una sociedad (la del kibutz) en la que los niños se criaban (y hasta dormían) juntos entre ellos, no tan exclusivamente dependientes de quienes los engendraron. Libres, sin saber (como yo mismo entonces) que lo que estábamos viviendo era algo tan excepcional que, mucho tiempo después, otros lo leerían con extrañeza y desconfianza de que el sexo y la vida pudieran ser algo tan sencillo de disfrutar

 
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