Hoy culmino este breve ciclo que quise dedicar a los 70 años de Israel desde una perspectiva personal y anecdótica. Y lo haré refiriéndome a un aspecto al que seguramente no soy el primero ni el único en referir. Los judíos de que se compuso el Israel actual han llegado desde lugares muy distintos con culturas y costumbres diferentes. Más allá de la conocida calificación ritual en ashkenazíes o sefardíes, la sociedad que surgió del crisol de las diásporas ha dado resultados nuevos y sorprendentes. Uno de ellos es el concepto de la distancia personal. No me refiero a lo que los sociólogos definen como proxémica, es decir, hasta qué límite un extraño puede acercarse a otro sin sentirse incómodo, sino a lo que algunas culturas considerarían una invasión de su intimidad psicológica.
Los israelíes están convencidos de un nexo familiar íntimo con cualquier otro judío del mundo, lo que les lleva a opinar sobre lo que muchos otros, no habituados, considerarían una intromisión inaceptable. Por ejemplo, recuerdo cuando una vez estando (ya hace muchos años) en un supermercado en el que para pagar con tarjeta había que presentar un documento de identificación, la señora cajera miró a la chica con la que iba y le dijo (sin conocerla de nada): te quedaba mejor el peinado como lo llevabas en la foto del carnet. No sé hoy día en que la gente va a todas partes conectada a su móvil, pero por entonces, cuando en los autobuses los pasajeros aún iban en silencio, no faltaba quien, incluso lejos de tu asiento te preguntaba de dónde eras sólo por el acento con que pediste el billete al conductor. Y ese era sólo el inicio de un cuestionario mucho más largo cuyo objetivo final, casi siempre, era encontrar algún pariente en común. Si no se conseguía (ni tampoco algún otro viajero que se apuntaba al interrogatorio), lo más probable es que terminaran invitándote a pasar el shabat, es decir dormir y comer en casa de alguien al que sólo conociste de un trayecto compartido un par de horas.
Eso sí, las otras distancias, las geográficas, eran (y siguen siendo en gran medida, pese a la enorme mejora en infraestructuras) desproporcionadas. Es difícil creer cuánto tiempo lleva desplazarse en un país de tan reducidas dimensiones. Una vez, viviendo en un kibutz cerca de Gaza, tuve una novia cerca de la frontera norte, y llegar en transporte público me llevaba de las 7 de la mañana a las 8 de la noche (en línea recta, menos de 300 km). Y es que Israel es como aquellos dibujos de los manuales infantiles que pretendían resumir todos los accidentes geográficos en una misma imagen: la montaña, el mar, el valle, el río, el desierto, la meseta y el lago todos juntos; la nieve en el Hermón y el infierno de la Aravá, el monte Sión al lado de la mayor depresión del planeta. Un compendio de todo, apretado como los viajeros de un tren japonés, emparentados sí o sí y con derecho a opinar sobre tu vida. Un olla a presión que por lógica debería estallar pero que, milagrosamente, emana luz. Israel.
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