Los físicos teóricos llevan años enfrascados en hipótesis verificables que expliquen el universo entero, una teoría del todo que unifique la multitud de partículas, energías e interacciones. Éste ha sido y sigue siendo el motor detrás de los grandes experimentos y costosas instalaciones en tierra y en el espacio: pasar de la pluralidad de fuerzas en la naturaleza a una que justifique lo que existe. En algún momento hace miles de años, nuestra especie dio un primer paso en ese sentido, concibiendo la idea (no verificable) de un único dios en un entorno de múltiples deidades y pensamientos mágicos. Seguramente no haya sido obra de una única mente prodigiosa, sino un proceso lento y evolutivo que condujo a un entramado coherente en torno a ese punto, hasta llegar a la formulación de una religión monoteísta. Es posible que hubieran intentos anteriores que no sobrevivieron al tiempo, pero uno logró cuajar y expandir su lógica interna, asentándose en una zona intermedia entre grandes imperios.
El proceso de ir de lo plural a lo singular no significa dar una respuesta automática a todas las cuestiones, sino ser fuente de infinitas preguntas que sólo apuntan en una dirección que toca al sujeto recorrer armado únicamente de su fe, un proceso muy distinto del utilizado hasta entonces de crear nuevas respuestas sobrenaturales a cualquier pregunta irresoluta. No se trata (como en la ciencia) de unificar para hacer más comprensible y manipulable la realidad, sino para poder aplicar el “tikun olam” y dar sentido a nuestra existencia: mejorar el mundo. No debe sorprendernos, por ello, que entre las mentes científicas que buscan respuestas en ese sentido abunden personas de origen judío, sean o no practicantes o creyentes, pero imbuidos desde la cuna de una necesidad imperiosa de cuestionar e indagar en los límites de lo aceptado.
Un vez oí una canción que decía algo así como: “demos gracias a Dios por inventar a los judíos que inventaron a Dios”. Es demasiado pretencioso atribuirse tal “creación”, aunque no tanto el reconocer que fuimos los primeros en construir un edificio sólido no sólo de creencias, sino principalmente de consecuencias. Que fuimos capaces de crear (en base a la unificación de lo que no tiene respuesta aparente) un sistema ético de acción y convivencia que muchas veces entra en contradicción con las culturas circundantes (aquellos imperios de la antigüedad que acabaron desvaneciéndose) o con aquellas en las que sobrevivimos durante dos mil años de exilio.
Otros (cristianismo, Islam y sus respectivos derivados) aprovecharon los cimientos judíos del monoteísmo para hacer florecer nuevas interpretaciones (que algunos no dudarían en calificar de herejías) y reconocieron nuevas señales y profecías como verdades a proclamar (y a veces imponer). Mientras tanto, los avances sociales que ha habilitado el progreso científico nos han conectado de una manera tan compacta, que la idea de una unificación global, más allá de fronteras y culturas, está cada día más cerca de cuajar, a pesar de los enfrentamientos bélicos, los choques de civilizaciones y los desequilibrios económicos. Incluso hay quienes incorporan a la ecuación planetaria todo lo animado y lo que no lo está. Por algo uno de los eufemismos que usamos los judíos para referirnos a una divinidad cuyo nombre explícito nos está prohibido pronunciar es “la roca”, el propio sustrato al que se aferra todo lo vivo y material, hasta el aire que flota por encima y nos insufla el aliento básico para crecer y multiplicarnos. Algún día quizás no sólo creamos en Uno, sino finalmente lo seamos.
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