La saga de películas de animación Shrek (cuyo nombre proviene del ídish, monstruo, dado por el autor del libro infantil original William Steig) tiene por protagonista a un personaje (un ogro) del que se cuentan los peores rumores, lo que le obliga a vivir aislado en un lugar apestoso, pero lo suficientemente cerca de “los normales” para que, cada vez que éstos tienen un problema, acudan en masa a intentar lincharlo. Le temen y le odian porque lo desconocen, y lo desprecian por su aspecto verde y lo que es de nacimiento. Sólo algún otro ser especial (como un burro que habla) es capaz de entablar amistad con él. Sólo otra ogra tan verde como él logra enamorarlo.
Israel (y su pueblo) han sido y son para muchas naciones “normales” un ogro verde tan detestable como Shrek. De hecho comparten algunas falacias sobre su forma de ser, como el alimentarse de niños (los libelos de sangre medievales, la matanza de menores palestinos), el vivir aislado en una ciénaga apestosa (en el caso de Israel, un desierto estéril) y de ser diferente del resto de habitantes del entorno (en la película, personajes igual de irreales y de cuento). Y como en el mundo de la fantasía, el arma predilecta es el fuego (de las antorchas a los cometas incendiarios). Shrek (el personaje animado) despierta ternura cuando podemos verle en su choza, a pesar de su aspecto y sus desconcertantes costumbres higiénicas, como bañarse en una charca en lugar de disimular sus olores corporales con perfumes tal como hacen los villanos, o aconsejar los tan mal vistos eructos (“mejor fuera que dentro”), lo que le acerca aún más no a los individuos israelíes, pero sí a las políticas de ese país, empeñado en proteger la integridad física de sus habitantes antes que los buenos modales y el qué dirán.
Shrek no busca ser admirado, ni siquiera cuando emprende actos heroicos como rescatar a una princesa encerrada en una torre: sólo responde a su conciencia. A pesar de ser visto como una anormalidad, su mayor aspiración es que simplemente le dejen vivir en paz, en el lugar donde siempre quiso vivir y al que muchos evitan: un pantano en el que, a lo largo de la historia (en términos cinematográficos, las “precuelas”) se han hundido todos los imperios y sus malvados y ambiciosos príncipes encantadores. Shrek no es un santo pero, lejos de ser un monstruo, se rige por principios morales. Lo que le resulta inaceptable es autoinmolarse para que las sociedades corruptas salgan airosas en su desprecio al diferente. Tampoco serviría de nada: la propia estructura narrativa requiere tensión y oposición, claros y sombras. Y no hay recurso más sencillo y económico que poner de malo siempre al mismo.
No hay muchas esperanzas para quienes esperen un desenlace catártico en el que el malvado judío Shrek finalmente es consumido por las llamas purificadoras: habrá muchas secuelas, y en ellas, en definitiva como en las anteriores entregas, se demostrará que los malos eran otros y podrá seguir viviendo. Más o menos en paz con sus vecinos, pero respirando
El burro, el único amigo del estigmatizado ogro, sería EEUU: también rara avis, ‘diferente’ al resto del mundo tan políticamente correcto… Los cantantes se juntan por la tonada…