La reelección de Erdogan como presidente de Turquía, falsamente considerada libre, justa y representativa de la voluntad de la mayoría de la población, tiene implicaciones funestas, tanto dentro como fuera de Turquía.
Los seguidores de Erdogan sugieren que las elecciones no han hecho sino reforzar el carácter democrático de su país, y que los críticos deben aceptar el veredicto de las urnas. El caso es que Erdogan se ha volcado en crear una atmósfera opresiva para la oposición que le ha permitido conseguir una gran mayoría electoral. Esto suscita graves interrogantes sobre la legitimidad de su victoria, que le ha conferido poderes extraordinarios y hecho que Turquía esté en sus solas manos. Nada le impedirá ahora satisfacer su ambición abusiva y ciega, dado que tiene un poder absoluto.
En la fabricación de su victoria, Erdogan recurrió a varios métodos manipulatorios, empezando por la celebración de las elecciones mientras en el país rige el estado de emergencia, decretado en julio de 2016, tras un intento de golpe de Estado. Dicho estado confiere al mandatario poderes draconianos, que le permiten limitar severamente la libertad de expresión y el derecho de reunión, lo que ha restringido la libertad de sus rivales para competir con él en pie de igualdad.
Erdogan convocó elecciones anticipadas por temor, dado que las proyecciones políticas y económicas a largo plazo no le beneficiaban.
Desde que, hace ya años, emprendió su cacería contra la prensa, Erdogan ha cerrado cerca de 180 medios y encarcelado a 150 periodistas. A día de hoy, casi todos los medios online e impresos, así como las radios y las televisiones, están controlados directa o indirectamente por sus secuaces. Así las cosas, durante la campaña consiguió privar de cobertura de prensa a sus competidores, lo que truncó su capacidad de trasladar sus programas electorales a la opinión pública.
Por supuesto, también puso directamente en el punto de mira a sus rivales. De hecho, encarceló al candidato del partido kurdo, Selahattin Demirtas, con cargos políticamente motivados, lo que ensombrece aún más la legitimidad de los comicios.
Los más de tres millones de empleados públicos que dependen parcial o totalmente del Gobierno fueron advertidos de que podrían perderlo todo si no votaban por Erdogan, y de que lo mismo les pasaría a sus familiares. Erdogan minó aún más la limpieza del proceso permitiendo que oficiales por él designados estuvieran a cargo de los colegios electorales y del recuento de las papeletas.
Todos los miembros de su Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) hicieron resuelta campaña en su favor, no en vano se cuentan entre los principales beneficiarios de sus 15 años de estancia en el poder.
Aunque el AKP no consiguió la mayoría parlamentaria, el hecho de que Erdogan fraguara una alianza con el ultraderechista Partido del Movimiento Nacional le aseguró los escaños que necesitaba, con lo que el Parlamento no hará más que dar el visto bueno a su agenda, sin prácticamente oposición.
Habiendo alcanzado la cima del poder sin constricciones efectivas, Erdogan perseguirá sus objetivos nacionalistas e islamistas con aun más vigor. Y con el mismo empeño pretenderá desempeñar un papel económico, social y político sustancial en numerosos países de Oriente Medio y los Balcanes.
De hecho, Erdogan está empeñado en restaurar buena parte de la influencia que en tiempos ejerció el Imperio Otomano. Su sueño, como a menudo han expresado él y sus principales asesores, es presidir el 100º aniversario del establecimiento de la República Turca (2023) y ser reconocido como el nuevo Ataturk.
La consecución de un poder absoluto por parte de Erdogan debería estremecer a todos los individuos e instituciones a los que ha amenazado, mientras prosigue con renovado empeño su campaña contra sus rivales. Virtualmente nada puede impedirle subyugar aún más al país y a la minoría kurda, y privar a sus miembros de los derechos humanos más elementales.
Todas las instituciones de gobierno estarán a su merced; tendrá siempre la primera y la última palabra sobre cualquier asunto, sin nada ni nadie que le desafíen. Emitirá los decretos que estime oportunos para someter por completo a la judicatura, y utilizará el Ejército para intimidar y amenazar a los países vecinos. No tendrá escrúpulos a la hora de lanzar vastas incursiones en el extranjero, donde ya de hecho combate a los kurdos (en Siria e Irak), a los que acusa de estar asociados con el turco PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán).
Las potencias occidentales deben reconsiderar sus relaciones con Ankara, dado que Erdogan ejercitará sus músculos tanto en Turquía como en el exterior a fin de sacar adelante su agenda neo-otomana. Este desarrollo está condenado a desestabilizar aún más Oriente Medio y representa un grave desafío para EEUU, la UE y, sobre todo, para la OTAN, dado que una Turquía sometida a una dictadura deja de reunir las condiciones para pertenecer a la más importante organización defensiva de Occidente.
Esto debe ser visto igualmente a la luz del hecho de que Erdogan ha establecido unas relaciones estrechas y cordiales con los más decididos enemigos de Occidente: Rusia e Irán. Erdogan ha adquirido el sistema ruso de defensa S-400, lo cual es política y estratégicamente inconsistente con las relaciones de Occidente con Moscú y tecnológicamente incompatible con las defensas aéreas de la OTAN.
Además, Erdogan está trabajando con Rusia e Irán en encontrar una solución a la guerra civil siria, y deliberadamente ha dejado de lado a EEUU. No hay duda de que Erdogan seguirá dando rienda suelta a sus sentimientos antioccidentales y a sus políticas socavadoras de los intereses de Occidente y sus aliados en Oriente Medio.
Aunque ayer Turquía abrazaba los valores democráticos, hoy, bajo Erdogan, viola todos y cada uno de los códigos de derechos humanos y cada principio democrático. Las elecciones, aun siendo justas y libres, son sólo uno de los componentes de la democracia, y ellas mismas no bastan para la constitución de una democracia libre. Turquía no es una excepción. Erdogan puede proclamar que ha ganado unas elecciones sin tacha, pero en realidad ha explotado los comicios para consolidar su poder.
Aunque tendencia global hacia la aceptación del autoritarismo –como podemos ver en la Rusia de Putin, la Filipinas de Duterte y la China de Xi– no justifica las acciones de Erdogan, por desgracia sirve para explicar su victoria.
Erdogan traicionó a su propio pueblo antes de las elecciones, y ahora tiene aún más capacidad de dirigir a su antojo la política nacional e internacional de Turquía. Occidente debe aplicar una política de tolerancia cero hacia Ankara y no permitir que un caudillo despiadado y corrupto socave impunemente sus intereses en Europa y Oriente Medio.
© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio
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