Desde que los sapiens nos lanzamos a la aventura de buscar nuevos horizontes, ha habido guerras y conquistas. Incluso antes de que quedara constancia escrita de ello, entre los doblegados siempre surgieron seres que prefirieron colaborar con el enemigo antes que arriesgarse a una muerte segura por defender a los suyos estando en desventaja. Con el tiempo, estas traiciones al instinto biológico de la estirpe fueron incluso recompensadas materialmente. En algunos casos bastante más modernos, la motivación para pasarse de bando podía ser ideológica, como tantos colaboracionistas que se volcaron en ayudar a los nazis en los países a ellos sometidos.
Lo que es bastante más difícil de entender es la nueva modalidad de colaboracionismo “de conciencia”, que ejemplifica una de las detenidas de la última así llamada “Flotilla de la Libertad”, que pretendía llevar a la franja de Gaza 10 mil euros para ayudar a superar su crisis humanitaria. No importa el nombre, desconozco también su edad, pero se trata de una judía israelí residente en España. ¿Qué hubiera pasado en el hipotético caso de que el barco en que navegaba hubiera podido llegar a Gaza y desembarcar?
Hubiera sido el regalo más grande jamás soñado por la organización islamista (declarada terrorista no sólo por el país originario del personaje, sino también por el de residencia – a través de la Unión Europea). Y no porque los 10 mil euros le sirviesen de mucho (siguen destinando diariamente sumas mayores a atacar a la población civil israelí), sino porque tendrían en sus manos (sin ningún esfuerzo ni inversión) una nueva prisionera judía israelí que intercambiar por cientos (o más) de presos palestinos juzgados y condenados por delitos de sangre terroristas.
Uno puede imaginarse los argumentos de la desconcertada víctima para con sus captores: que soy su amiga, que me he alejado de mi país y establecido en otro para marcar mi firme oposición a lo que allí sucede, que me he esforzado por recabar la ayuda y que me la he jugado para traérosla personalmente. Daría igual: su situación de “residente” (no ciudadana) española no le valdría más que para una tibia respuesta epistolar del gobierno y algunas instituciones europeas. Nadie podría velar por su integridad física (y seguramente sexual) más que el objeto de odio de su conciencia: Israel. Y es que, pese a las polémicas políticas que ello despertase, nadie en su patria osaría abandonar a su suerte tan siquiera a quien así actuó, ayudando a perpetuar el dominio de la dictadura del terror que sigue apuntando e intentando golpear y expulsar a su propia familia.
Ha tenido mucha suerte en ser detenida. Es muy probable que la certeza de serlo fuera lo que le decidió a emprender una empresa de la que, desde un punto de vista “evolutivo”, no iba a sacar ninguna ventaja, sólo el regodeo intelectual (y la inconsciencia de las posibles consecuencias) de sentirse superior a quienes dio la espalda
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