En una radiante mañana de hace diecisiete años, los estadounidenses fueron masacrados a unos niveles nunca vistos desde Pearl Harbor.
El ataque japonés de 1941 condujo a una guerra intensa pero relativamente breve. En cambio, los atentados del 11 de septiembre de 2001 han dado paso a algo que algunos llaman la Guerra Larga, un conflicto de baja intensidad sin final a la vista.
El 11-S marcó un antes y un después, sí, pero lo cierto es que los sedicentes yihadistas llevaban ya bastante tiempo utilizando vehículos cargados de explosivos y operados por aspirantes a mártires como bombas inteligentes. Ese fue el modus operandi en Beirut en 1983, en Nueva York en 1993 y en el ataque contra el USS Cole en las costas del Yemen en 2000, por poner sólo algunos ejemplos. Se pudo y se debió tomar precauciones contra el uso de aviones de pasajeros como misiles guiados.
Pero la creciente amenaza que plantean los beligerantes, apocalípticos y revanchistas movimientos islámicos fue descontada, si no ignorada, por los servicios de inteligencia, la mayoría de think tanks, los medios y, especialmente, el mundo académico, donde las nuevas ortodoxias empezaban a aplicarse y las ideas políticamente incorrectas, a proscribirse.
Incluso después de los atentados en Nueva York y Washington hubo una fuerte reticencia a analizar las ideologías de base teológica de quienes estaban librando lo que ellos mismos llamaban una yihad para restablecer la supremacía islámica en el mundo. En su lugar, y en una fecha tan temprana como el 16 de septiembre de 2001, el presidente George W. Bush habló de“guerra contra el terrorismo”, haciendo hincapié en el arma en vez de en los que la blandían y sus objetivos. Después optó por “guerra contra el terror”, lo que sugería que estábamos luchando sólo contra el miedo.
En 2013, el presidente Barack Obama declaró el fin de la guerra. Desde entonces, “contrarrestar el extremismo violento” era lo único que hacía falta. Enseguida Washington se inundó de “expertos en CEV”.
Obama anunció después su “giro hacia Asia”, que en realidad era un intento de retirarse del turbulento Oriente Medio. Su movimiento más audaz consistió en buscar la distensión con la República islámica de Irán, el único país importante del mundo abiertamente comprometido con la yihad contra EEUU y Occidente.
Así, cerró un acuerdo con los teócratas de Irán, el extrañamente llamado Plan de Acción Conjunto y Completo, que sancionaba implícitamente sus ambiciones hegemónicas, les financiaba y hacía la vista gorda ante sus amenazas contra sus vecinos, su represión interna y su patrocinio del terrorismo en Oriente Medio, América Latina, Europa y Estados Unidos. La guerra a la que han contribuido en Siria durante los últimos siete años –sin intentos serios en contrario por parte de EEUU o Europa– ha costado más de medio millón de vidas.
A cambio de estas concesiones, los gobernantes iraníes accedieron a retrasar –no a cerrar– un programa de armas nucleares cuya existencia nunca habían reconocido públicamente.
El presidente Trump se retiró del acuerdo. La Unión Europea sigue haciendo lo que puede por mantenerlo vivo.
Los estadounidenses y los europeos son susceptibles a la gran ilusión de que la guerra es una aberración y la paz, el estado normal del mundo, un estado al que todos los pueblos aspirarían. Incluso un repaso somera de la Historia demuestra que eso es mero pensamiento desiderativo.
Los cristianos y los musulmanes lucharon durante casi 800 años en la Península Ibérica. Las guerras perso-romanas se prolongaron más de 700 años. Las guerras bizantino-otomanas, más de 200. La idea de que la modernidad nos ha traído guerras de corta duración o, mejor aún, de que la diplomacia moderna y la ciencia de la resolución de conflictos pueden obviar las guerras son completamente reconfortantes, pero no se basan en absoluto en la evidencia disponible.
La amarga realidad es que, tras diecisiete años de conflicto, no hemos derrotado decisivamente a Al Qaeda ni al Talibán. Estamos, de hecho, lejos de conseguirlo: las franquicias de AQ proliferan y, según Thomas Joscelyn, investigador de la Foundation for Defense of Democracies (FDD), “los talibanes disputan o controlan aproximadamente el 60% del país [afgano], más terreno que en cualquier momento posterior a la invasión encabezada por EEUU de finales de 2001”. Las afirmaciones de que los talibanes están preparados para empezar un proceso de paz lucen fantasiosas. Como cuenta Joscelyn, los talibanes de hecho han advertido de que sólo están dispuestos a “negociar los términos de su propia victoria”.
El Estado Islámico, que se escindió de AQ y es una de las numerosas organizaciones yihadistas que operan en decenas de países en varios continentes, está en horas bajas, pero ni mucho menos acabado.
La República Islámica de Irán sigue centrada en su objetivo: “¡Muerte a Estados Unidos!”. El Líder Supremo proyecta ahora su poder sobre Siria, el Líbano, el Yemen, Gaza e Irak. Ayuda a los que están combatiendo a los estadounidenses en Afganistán. Patrocina a los terroristas con impunidad. La única buena noticia es que la expansión imperial de su corrupto e impopular régimen podría ceñirse a sus fronteras tras las duras medidas económicas adoptadas por la actual Administración estadounidense.
No obstante, nuestros enemigos no parecen agotados, desanimados o faltos de recursos. ¿Sabemos ya de qué van, o seguimos tratando de imaginar qué es lo que mueve a la gente al “extremismo violento”? ¿Tenemos estómago para soportar la Guerra Larga, que, creo, se debería reconocer como una lucha contra el yihadismo en múltiples frentes? ¿Tenemos la paciencia para desarrollar una estrategia ganadora aunque requiera –como claramente requiere– muchas pruebas y demasiados errores?
En los días posteriores a los atentados de 2001, se dijo que se había despertado a un gigante dormido. Hoy, hay muchos en la izquierda y también en la derecha que le dicen al gigante que se vuelva a la cama y se tape los ojos con la sábana. Si es ahí donde nuestros enemigos nos encuentran, sabrán lo que tienen que hacer.
© Versión original (en inglés): Foundation for Defense of Democracies (FDD)
© Versión en español: Revista El Medio
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