En la terrible época de la última dictadura militar en Argentina, el rabino estadounidense Marshall Meyer logró salvar la vida de muchos judíos “chupados” (secuestrados y torturados por comandos paramilitares de ultraderecha). Era un personaje conocido en su país por su lucha por los derechos civiles de los afroamericanos, “intocable” por su nacionalidad y prestigio. Muchos de los “liberados” saldrían de las prisiones clandestinas rumbo a Israel, donde aún gobernaba la socialdemocracia que vendía armas a ese régimen totalitario. Entre ellos, estaba el padre del ex Ministro de Exteriores, firmante del vergonzoso acuerdo de encubrimiento de los acusados iraníes del atentado antisemita de la AMIA.
Lord Palmerston (Ministro de Exteriores británico entre 1846 y 1851) fue quien acuñó la frase que tantos se atribuyen (con mínimas variaciones): “Las naciones no tienen amigos o enemigos permanentes, sólo intereses permanentes”. Israel no ha sido en sus 70 años de existencia una excepción a esta regla de oro y ha cambiado (radicalmente a veces) de “amistades para siempre”. Conviene recordar que ninguna otra cancillería obró más por la creación del estado judío en 1948 que la de la Unión Soviética; que desde mediados de los 50 fue Francia quien suministró los elementos básicos para el desarrollo de armamento nuclear; y que no fue hasta la Guerra de los Seis Días en 1967 que se fraguó la “eterna amistad” vigente con los EE.UU.
Hoy día el mundo (no sólo Europa, como respuesta a la presión migratoria y el yihadismo) vira hacia una derecha política más radical y nacionalista: Trump, el propio Brexit, los gobiernos de Austria, Hungría, Polonia, el candidato Bolsonaro en Brasil, etc. representan un golpe de timón de la opinión pública (la auténtica, no la supuestamente representada a través de los medios de comunicación) que, sorprendentemente para algunos, va acompañado de una comunión explícita de intereses con Israel. Resignado a ser un paria entre las naciones y sus instituciones (ONU, UNESCO, Comisión de Derechos Humanos, etc.), Israel se deja querer y ahonda su propio viraje lejos de sus raíces laboristas.
Muchos judíos de la diáspora, a título individual e institucional, se resienten de esta evolución. Los de EE.UU. fueron los primeros que pusieron el grito en el cielo ante la elección del último presidente que, de momento, ha sido el único en 20 años en cumplir con lo acordado en su Congreso de trasladar la embajada a Jerusalén. Entre los últimos casos, escandaliza particularmente el grupo de judíos que apoyan al partido alemán AfD, no ya de extrema derecha sino de raíces directamente nazis. ¿Tendría Israel que denostar públicamente a quienes la apoyan y animar a quienes la deslegitiman y atacan? Son (en muchos casos) “malas compañías”, pero los “intereses compartidos” resultan más atractivos que el odio y el desprecio de las viejas lealtades traicionadas
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