En un sentido, la desaparición del periodista del Washington Post, Yamal Jashogui, después que entrara en el consulado de Arabia Saudí en Estambul el pasado 2 de octubre es, básicamente, lo habitual para el régimen de Riad. Arabia Saudí es una teocracia tiránica dirigida como un emporio familiar por los descendientes de Ibn Saúd, el primer monarca del reino, y no ve con buenos ojos a los críticos de la Familia Real, como Jashogui.
La represión de la disidencia se da por sentada. De hecho, que el príncipe heredero Mohamed ben Salman, dirigente de facto del país, sea considerado un defensor de la modernización dice mucho sobre lo reaccionario que son él y su régimen. Si permitir a las mujeres conducir se considera una señal de liberalismo, entonces es que estás hablando de un lugar con al menos un pie firmemente asentado en la Edad Media.
Pero que los saudíes secuestren y posiblemente asesinen a un individuo que es ciudadano estadounidense y escribe en uno de los grandes diarios estadounidenses es algo que no se puede barrer bajo la alfombra. EEUU no puede dejar este escándalo sin respuesta, y Washington no va a tener muchas más opciones que castigar a los saudíes de alguna manera.
Para los que quieren que Estados Unidos tenga una política exterior moral, el caso Jashogui es un recordatorio del coste de la alianza con un régimen amigo pero despreciable. Lo mismo vale decir para Israel, que tiene una relación estratégica cada vez más estrecha con los saudíes, si bien se desarrolla entre bambalinas y no a la vista de todos.
Por otra parte, hay quien dice que la culpa la tienen no sólo los saudíes sino Donald Trump. Los críticos del presidente de EEUU sostienen que su actitud displicente ante los derechos humanos ha dado luz verde a los rusos y a los saudíes para atacar a sus críticos en suelo extranjero.
La falta de interés de Trump por expandir los valores estadounidenses sobre la libertad no es un secreto. Ni su debilidad por ciertos autoritarios, como el ruso Vladímir Putin y, más recientemente, el norcoreano Kim Jong Un; o la propia realeza saudí, con quien hizo la danza del sable el año pasado en una visita al reino del desierto.
Pero la idea de que la actual Administración es más indulgente que su predecesora con los déspotas extranjeros no resiste el menor escrutinio. Aunque los demócratas, que a menudo parece que quieran ir a la guerra contra Rusia por sus injerencias en las elecciones de 2016, prefieran no recordarlo, el presidente Barack Obama se burló de la idea de que Rusia fuese un enemigo geoestratégico en su debate sobre política exterior con Mitt Romney y prometió al segundo de Putin que sería “más flexible” en cuanto consiguiera la reelección. Tampoco quieren recordar que su relación con los saudíes no fue menos obsequiosa, ya que pasó por alto todas sus violaciones de los derechos humanos e hizo una reverencia al rey Abdalá, uno de los momentos más escalofriantes de su presidencia.
Lo de soslayar el terrible comportamiento de los aliados no es, ciertamente, de ahora. Estados Unidos abrazó a la Unión Soviética y a su líder genocida, Iósif Stalin, en la Segunda Guerra Mundial. Durante la Guerra Fría, tanto Administraciones demócratas como republicanas fueron obsequiosas con una variedad de malhechores del Tercer Mundo cuando buscaban aliados contra los comunistas. En un mundo imperfecto y peligroso, no siempre puedes elegir a tus amigos, o quedarte sólo con aquellos de los que puedes estar orgulloso.
Quien mejor resumió este dilema fue el primer ministro británico Lord Palmerston en la Cámara de los Comunes en 1848: “El Gobierno de Su Majestad no tiene aliados eternos, y no tenemos enemigos perpetuos. Los que son eternos y perpetuos son nuestros intereses, y nuestro deber es perseguirlos”. Los saudíes son un ejemplo paradigmático de ese tipo de aliado de conveniencia. Desde hace década, el Reino busca protección en EE.UU. y, a cambio, asegura un suministro estable de petróleo a Occidente. E incluso ahora que Estados Unidos se ha asegurado un alto grado de independencia energética la alianza sigue siendo un buen acuerdo para Washington. En un Oriente Medio amenazado por las organizaciones islamistas radicales, y con la promoción iraní del terrorismo y la apuesta de la República Islámica por la hegemonía regional, los saudíes son un factor clave de contención contra las fuerzas que amenazan los intereses estadounidenses.
Lo mismo le pasa a Israel. Aunque los saudíes fueran en tiempos unos de los más implacables enemigos del Estado judío, ahora miran a Jerusalén como un activo estratégico que les puede ayudar a protegerse de Irán. Los saudíes han dejado claro a los palestinos que deben hacer la paz con Israel y que no esperen su apoyo si siguen rechazando las negociaciones. De hecho, la Administración Trump –y en particular Jared Kushner, asesor especial y yerno del presidente– cuenta con los saudíes para que le ayuden en sus esfuerzos por negociar un acuerdo entre Israel y los palestinos. Aunque es improbable que se produzca ese acuerdo, de lo que no cabe duda es de que los saudíes están desempeñando un papel productivo en la región, que Israel valora. Y quien dice Arabia Saudí dice Egipto, cuyo régimen militar es un enemigo acérrimo de los islamistas radicales pero tiene un historial sobre derechos humanos peor aún que el de los saudíes.
Nada de esto borra el historial saudí en materia de derechos humanos, o de apoyo a organizaciones islamistas radicales. Tampoco es probable que una monarquía cuya legitimidad depende de su papel de guardián de los lugares sagrados islámicos vaya a hacer públicos sus estrechos lazos con Israel, al margen de lo que hagan los palestinos. Pero, aunque hay que recordar a los saudíes que Occidente no va a tolerar que sus agentes secuestren y asesinen a sus opositores en suelo extranjero, la idea de que Estados Unidos o Israel deben dejar de contar con el Reino no es sensata. Mientras los iraníes –que son igual de malos, si no peores, en punto a derechos humanos– sigan representando una amenaza para el mundo, Estados Unidos e Israel tendrán que cooperar con los saudíes. No es agradable hacerlo, pero en la peligrosa región que es Oriente Medio, el enemigo de nuestro enemigo es, si no un buen amigo, un importante aliado que hay que conservar.
© Versión original (en inglés): JNS
© Versión en español: Revista El Medio
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