Esta semana tuve que explicarle por primera vez a mi hija Alma, de 8 años, que todavía hay gente que quiere hacernos daño a los judíos por el solo hecho que existimos. «¿Y por qué querrían hacer algo así, papá?», me preguntó asombrada, pensando en su hermanita de 4, sus amigas y familiares. «Porque están confundidos», le dije, «y creen, sin razón, que nosotros somos la causa de todos sus problemas».
Así intenté ayudarle a entender las noticias del mundo que ingresan fragmentadas, pero con mucha fuerza, a su universo infantil. ¿Pero cómo puede una niña procesar algo que ni los adultos alcanzamos a comprender?
El sábado 27 de octubre, un hombre armado ingresó a la sinagoga Árbol de la Vida, en Pittsburgh, Pensilvania, y disparó a mansalva contra los feligreses, la mayoría ancianos. Joyce, de 75 años; Bernice, de 84 años; Sylvan, de 86; Daniel, de 71; Melvin, de 88; Rose, de 97… Podrían haber sido mis padres, tíos o abuelos. Podrían haber sido los tuyos. Lo increíble, por encima del horror, es que el atacante pensó que con su acto criminal estaba resolviendo alguna cuestión política urgente. «Todos los judíos deben morir», les gritó a los policías que lo arrestaron tras la masacre.
Pueden decir lo quieran sobre el asesino, pero una cosa es cierta: su pensamiento no es original. Ninguno de los prejuicios que llevaron a semejante atrocidad son particularmente singulares. Como muchos otros antisemitas de hoy y ayer, este sociópata es también un claro caso de adoctrinamiento. Aunque eso no lo hace menos responsable de sus actos.
Numerosos periódicos en Estados Unidos, Europa y América Latina han publicado artículos de opinión que intentan responder, en esencia, la misma pregunta que me hizo Alma: ¿Por qué persiste el milenario odio hacia los judíos? La respuesta, pienso yo, está más allá de los judíos.
¿Quieren nombres? Aquí van algunos.
En el año 167 de la era común, Melitón de Sardes, líder de una de las primeras sectas cristianas, escribió el sermón Peri Pascha en el que, para congraciarse con los romanos, acusó a los judíos —a todos— de haber matado a Dios. La Iglesia Católica tardó 1796 años en desmentir esa acusación irracional que devino en miles de masacres contra las comunidades judías. Hubo que esperar hasta después del Holocausto para que el Concilio Vaticano Segundo eximiera al pueblo judío del «crimen» deicida.
Martín Lutero, el padre de la reforma protestante, escribió su tratado Sobre los judíos y sus mentiras, publicado en 1543, en el que instó a sus seguidores a «incendiar sus sinagogas, escuelas y casas en nombre de Dios y el cristianismo… quemar sus libros… prohibir que los rabinos enseñen so pena de muerte o mutilación… agredir a los judíos… confiscar sus bienes… y expulsarlos del país».
En el año 1903, los servicios de inteligencia rusos publicaron el infame libro Los Protocolos de los Sabios de Sion, para desviar la atención hacia los judíos mientras las tensiones políticas y sociales amenazaban al Imperio zarista. Este libelo, traducido a más de veinte idiomas, plantea que los judíos conspiraban para dominar el mundo por medio del control de la prensa y las finanzas internacionales, y la subversión de los valores morales de los gentiles, principalmente, al querer promover la libertad y los derechos laborales (sic). Quienes escribieron y difundieron este material fueron también los instigadores de los violentos pogromos que azotaron a las poblaciones judías pobres y oprimidas en Europa del este. Lamentablemente, este pasquín sigue siendo publicado alrededor del mundo. Sus ecos se escuchan aún hoy en Estados Unidos y otras partes en los discursos que alertan sobre el peligro que implican los «globalistas».
Hitler mezcló estos prejuicios con sus «teorías» de la superioridad racial para asesinar a seis millones de judíos en los campos de exterminio, y a otros 34 millones de no judíos en las guerras que desató con su locura expansionista.
Siglos de odio, propaganda y sinsentidos inspiraron al asesino de Pittsburgh, Robert Bowers, al momento de apretar el gatillo. Creyó que al dispararles a los fieles que encontró en la sinagoga Árbol de la Vida estaba poniéndole fin a la supuesta «dominación» que ejercen los judíos. Desgraciadamente, ideas similares son cuenta corriente en la extrema izquierda, la extrema derecha y en los sectores radicales del mundo islámico.
Por fortuna, como le dije a mi hija Alma, la gente de buena fe abunda. Son los miles de millones de cristianos, musulmanes, budistas, judíos, hinduistas y de otras creencias o ateos que intentan construir día a día un mundo mejor. La solidaridad que abrazó a las comunidades judías del mundo tras el atentado en Pittsburgh, movilizada también con el hasghtag #ShowUpForShabbat, es una prueba de ello.
Pero, para ser justos con los hechos, hay que señalar que fue también del mundo occidental judeo-cristiano del que surgieron las ideas de la ilustración, los derechos humanos, el respeto por las diferencias y la fraternidad entre los pueblos. Por el otro, la historia está llena de individuos religiosos y laicos de todos los credos que abrazaron estos ideales, y hasta dieron su vida por ellos.
De una forma u otra, todas las familias judías hemos experimentado en carne propia tragedias como la masacre en Pittsburgh. Por eso, casi instintivamente, lo vivimos a su vez como recordatorio y alerta. Alma ya se enterará de cómo fueron asesinados sus ancestros campesinos en Argentina, a principios del siglo XX, cuando la granja en la que festejaban un cumpleaños fue incendiada por una horda antisemita; o lo que sufrieron sus bisabuelos maternos durante la invasión nazi a la Unión Soviética. Sin embargo, la historia informa, pero no necesariamente forja nuestro destino.
Anhelo para mis hijas un futuro en el que se edifiquen puentes que nos unan en las diferencias, en donde el amor al prójimo sea más potente que el rechazo por el otro, y en el que la cordura social y la ley devuelvan a los intolerantes, como el asesino de Pittsburgh, a las cavernas del pasado.
El autor es director asistente para medios en español del American Jewish Committee (AJC).
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