La gran promesa de las cartas que se cruzaron el primer ministro israelí Yitzhak Rabin y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) Yaser Arafat en septiembre de 1993 consistía en que Israel y los palestinos (y el mundo árabe en general) parecían estar en el umbral de la paz.
Al fin y al cabo, Israel había reconocido a la OLP como único representante legítimo del pueblo palestino. Y la OLP, por su parte, renunció oficialmente a la violencia, accedió a negociar con Israel y a aceptar varias resoluciones importantes del Consejo de Seguridad de la ONU; y reconoció el “derecho del Estado de Israel a existir en paz y seguridad”.
Sin embargo, aunque el proceso de paz ha congelado el conflicto, parece improbable un acuerdo definitivo en un futuro próximo. Es necesaria una vuelta a los inicios.
En vez de poner el foco permanentemente en la renovación de las negociaciones, se debería aplicar un paradigma alternativo. Habría que volcar el peso de la carga sobre los palestinos, para que demuestren su aceptación de la autodeterminación judía. El Proyecto Victoria de Israel, del Middle East Forum, que recibió apoyo de los dos partidos en el Congreso de EEUU, así como en la coalición gobernante y en la oposición israelíes, es la punta de lanza de esa iniciativa. Su perspectiva novedosa debería ser apoyada.
Aunque el presidente Donald Trump hizo bien en reiterar el compromiso de EEUU con “un futuro de paz y estabilidad en la región, que incluya la paz entre israelíes y palestinos”, cuando se dirigió a la Asamblea General de la ONU el pasado 25 de septiembre, no es suficiente. Debería exigir que los palestinos reconozcan el derecho de Israel a existir en paz y seguridad como Estado judío e insistir en que EEUU no presionará a Israel para que negocie con los palestinos a menos que eso suceda.
Al fin y al cabo, un Estado judío para el pueblo judío era exactamente lo que pretendía la Asamblea General en noviembre de 1947 cuando llamó a la partición del Mandato Británico para Palestina en “el Estado árabe, el Estado judío y la ciudad de Jerusalén”.
Aunque la legitimidad de Israel como Estado judío no se sostiene ni depende de esa resolución (al declarar la independencia de Israel en vísperas del shabat del 14 de mayo de 1948, el Consejo del Pueblo Judío hizo hincapié en los derechos naturales e históricos del pueblo judío), sí reafirma la legitimidad de los derechos nacionales judíos en (lo que se iba a convertir en) el Estado de Israel.
Los palestinos se han negado categóricamente a reconocer la autodeterminación judía. Para ser claros, cuando reconoció el derecho de Israel a existir en paz y seguridad en septiembre de 1993, la OLP no estaba, como se podría haber pensado, aceptando los derechos nacionales judíos. Estaba jugando a dos bandas. El presidente Arafat lo dejó claro en un discurso filtrado que pronunció en una mezquita de Johannesburgo en mayo de 1994, cuando llamó a la Umma, a la nación islámica, a “combatir, a iniciar la yihad para liberar Jerusalén”.
Ya no es que la OLP apoyara la declaración de la Asamblea General de 1975 –rescindida en 1991– de que “el sionismo es una forma de racismo y discriminación racial”. Es que los líderes de la OLP siguen hablando de los judíos como una comunidad religiosa en vez de como un pueblo, y del sionismo como un usurpador colonial en vez de como el movimiento por la liberación nacional que es. Y esto por no hablar de Hamás, el Movimiento de Resistencia Islámica, que controla la Franja de Gaza.
Más problemático aún es que el “Estado de Palestina” forma parte de la Carta Árabe de Derechos Humanos (2004), que describe el sionismo como una “violación de los derechos humanos”, una “amenaza para la paz y la seguridad internacionales” y un “obstáculo fundamental para la materialización de los derechos básicos de los pueblos”. Este tratado exige a quienes lo suscriben que “condenen y se propongan eliminar” el sionismo. (Por desgracia, la Carta Africana sobre los Derechos Humanos y de los Pueblos, de 1981, también llama a eliminar el sionismo).
Una interpretación plausible del tratado árabe sobre derechos humanos sería que compromete a los palestinos con la destrucción de Israel. ¿Qué otra cosa puede significar pedir la condena y eliminación del sionismo? Esto es inaceptable, e irreconciliable con la idea de buena fe en los propósitos de hacer la paz con el Estado judío.
A cualquier paz alcanzada entre Israel y los palestinos, por remota que pueda parecer, le seguiría seguramente una huera “paz en nuestro tiempo” sin el reconocimiento del derecho de Israel a existir en paz y seguridad como Estado judío. EEUU no debería esperar que Israel negocie con los palestinos sin dicho reconocimiento.
Casi más que cualquier otra cosa, el presidente Trump valora la lealtad. Sabe que Israel, a menudo asediado y maltratado en la arena internacional, es uno de los aliados más fuertes de EEUU, porque Washington y Jerusalén comparten los mismos intereses estratégicos y los mismos valores democráticos liberales.
A Trump le honra haber dicho algunas crudas verdades en defensa de esos intereses y valores compartidos. Con buen juicio, ha retirado a EEUU del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, bastión de odio antiisraelí equiparable a la extinta Comisión sobre Derechos Humanos de la ONU. Trasladó la embajada estadounidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, recortó los fondos para la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina y mandó cerrar la oficina de la OLP en Washington.
Estas y otras medidas ayudan al objetivo del Proyecto Victoria de Israel de apuntalar a Israel en su senda hacia la victoria sobre la intransigencia palestina. Son un paso en la dirección correcta.
Sin el sionismo, Israel no es Israel. Sin el sionismo, Israel pierde su propósito y razón de ser. Sin el sionismo, Israel, con su nueva Ley Fundamental que lo describe como “el Estado-nación del pueblo judío, donde lleva a cabo su derecho natural, cultural, religioso e histórico a la autodeterminación”, es inconcebible. Que el líder de la OLP, Mahmud Abás, condenara recientemente dicha ley en la Asamblea General diciendo que es una “ruptura tremenda y un verdadero peligro, tanto político como legal, [que] nos hace recordar el Estado apartheid que existió en Sudáfrica”, y que, en nombre del “Estado de Palestina”, interpusiera una demanda contra EEUU en la Corte Internacional de Justicia por el traslado de la embajada demuestra que, simplemente, no lo capta.
El presidente debería dejar todo esto claro a los palestinos, a Israel y al mundo.
© Versión original (en inglés): BESA Center
© Versión en español: Revista El Medio
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