Israel es, como lo ha sido desde su fundación, una frontera. La frontera oriental de la civilización occidental; y la lucha (política y militar) que en dicha frontera se desarrolla nos incumbe a todos nosotros, ya que todos, israelíes y europeos, compartimos un mismo sistema de valores. Un sistema de valores, el occidental, que defiende la libertad individual, la libertad religiosa, la separación de poderes, la libertad de expresión y la democracia como modo de gobierno.
Y lo que subyace tras lo que se ha dado en llamar “el conflicto árabe-israelí” no es más que la voluntad inequívoca de una de las partes de eliminar físicamente la presencia de un Estado occidental en Oriente Medio. Es por ello que no existe, ni ha existido, un conflicto árabe-israelí; lo que sí existe, y ha existido, es un conflicto árabe-occidental. La “lucha del mundo árabe” contra la presencia israelí en Oriente Medio, mediante la guerra abierta o mediante acciones terroristas, es en definitiva un ataque a la existencia de una sociedad occidental en dicha zona del mundo. Es la negación de la posibilidad de elegir vivir en Oriente Medio bajo el paraguas de los valores occidentales. Elección que realizarían motu proprio muchos palestinos si pudiesen.
Los movimientos antiisraelíes, de los que el BDS (campaña internacional de Boicot, Desinversión y Sanciones contra la colonización, el apartheid y la ocupación israelí) es su más reciente exponente, argumentan siempre que sus ideales no son antiisraelíes, que sus acciones no se dirigen contra los judíos, sino que su lucha es antisionista. Que lo que ellos pretenden es la eliminación no de los judíos sino del Estado de Israel. El objetivo de los movimientos antiisraelíes no es tanto que los judíos no puedan vivir en Oriente Medio como que judíos y palestinos no puedan vivir bajo un sistema de valores occidental. Para el criterio árabe, Oriente Medio debe vivir en su totalidad bajo un sistema árabe. La presencia de los judíos, como la de los cristianos o la cualquier persona no musulmana, podría llegar a ser, en el mejor de los casos, tolerada, siempre y cuando aceptasen vivir como ciudadanos de segunda bajo el yugo cultural árabe. Un yugo cultural que, por supuesto, no entiende de derechos humanos y libertades civiles. Un mundo en el que no existe separación entre ley civil y ley coránica. Una cultura, un sistema de valores, que considera a Occidente la gran bestia a destruir.
La Historia no debe ser nunca interpretada de forma maniquea como una lucha entre buenos y malos. No todo es blanco o negro, siempre hay muchas zonas grises. Y el erróneamente denominado conflicto árabe-israelí no es una excepción. Pero cuando una de las partes implicadas expresa su decisión inequívoca de eliminar físicamente la presencia de la otra por razones religiosas, raciales o ideológicas, parece evidente por cuál de las partes debemos tomar partido, sobre todo cuando una de dichas partes somos nosotros mismos: Occidente. Y sí,Occidente sí tiene derecho a existir, y dicho derecho no puede ser objeto de interpretaciones, negociaciones o condiciones. Ni en Europa ni en Oriente Medio. Ni hoy ni nunca.
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