Lo más interesante del sensible incremento del antisemitismo de izquierdas no es tanto el odio que lo alimenta como el impulso a tolerarlo o incluso justificarlo por parte de cierta izquierda judía.
Tras el tiroteo en la sinagoga de Pittsburgh, no cabe pretender que la derecha antisemita está muerta y no representa una amenaza letal para los judíos, aunque siga siendo numéricamente diminuta, y marginal en términos de acceso a posiciones de influencia y poder. Pero cuando se trata de la creciente visibilidad e influencia de los que están dispuestos a abogar abiertamente por la demonización y destrucción del único Estado judío del planeta, la reacción de algunos en la izquierda no ha sido tanto de rechazo como de abrazo.
Esa es la penosa conclusión que se extrae de las reacciones a la polémica sobre el ya excomentarista de la CNN Marc Lamont Hill y su diatriba contra Israel en Naciones Unidas, así como del abierto apoyo al movimiento BDS por parte de los dos nuevos miembros musulmano-americanos del Congreso.
El ejemplo más prominente lo tenemos en la columnista del New York Times Michelle Goldberg, que en esta columna aduce sin rodeos que la propuesta de eliminar el Estado judío no sólo no es antisemita, sino que de algún modo se ajusta a los valores de los judíos de la Diáspora.
Aunque este razonamiento se enmarca en unos términos que tratan de pintar a los enemigos izquierdistas de Israel como defensores de los valores progresistas, lo cierto es lo opuesto. Goldberg justifica una clase de sesgo indistinguible del antisemitismo. Que lo haga presentándose como guardiana de los valores judíos es tremendamente despreciable.
El argumento de Goldberg tiene precedentes. El antisionismo era popular entre algunos judíos estadounidenses antes de la Segunda Guerra Mundial. Pero si tras el Holocausto organizaciones antisionistas como el American Council for Judaism perdieron su posición prominente para convertirse en grupos marginales de frikis fue porque la abrumadora mayoría de los judíos americanos fue capaz de extraer unas conclusiones obvias de los acontecimientos históricos. Entendieron que los sionistas tenían razón sobre la necesidad de un Estado judío en un mundo donde el antisemitismo era un virus capaz de adherirse a una pluralidad de movimientos ideológicos.
Ahora que crece el odio a los judíos, tanto en el mundo musulmán como en las calles de las ciudades de Europa Occidental, la verdad fundamental sigue siendo la misma, aunque Israel se haya convertido en el sustituto del despreciado judío sin patria que durante tanto tiempo lo soportó.
Goldberg afirma que oponerse al etnonacionalismo judío no te convierte en un intolerante. Pero los que quieren negar el derecho de los judíos a su propio Estado, así como su derecho a vivir en él con seguridad (algo que no pretenden negar a otros grupos étnico-religiosos), los están señalando de la misma forma que lo han hecho siempre los antisemitas y están practicando una forma de prejuicio. Y el prejuicio contra los judíos se llama antisemitismo.
Por eso el movimiento BDS, que ahora puede contar entre sus seguidores a dos nuevos miembros del Congreso, las demócratas Rashida Tlaib e Ilhan Omar, no tiene interés en cambiar las políticas de Israel, sino que no quiere que exista Israel en absoluto, y recurre a la violencia y los prejuicios antisemitas para salirse con la suya.
Para justificar su postura y su idea de que los buenos y progresistas judíos de la Diáspora –frente a esos asquerosos judíos israelíes que siguen decididos a defender su Estado contra los que siguen librando una guerra centenaria contra el sionismo– debieran alabarla por ello, Goldberg distorsiona tres elementos básicos.
Para empezar, su interpretación del conflicto israelo-palestino es terriblemente errónea. La columnista afirma que la obliteración de una solución de dos Estados por parte del Gobierno israelí, por medio de los asentamientos, justifica el empeño palestino de reemplazar el Estado judío con una alternativa laica. El caso es que para poder llegar a esa conclusión tienes que olvidar los 25 años durante los cuales los palestinos han rechazado repetidas ofertas de un Estado independiente. Lo hicieron por no estar dispuestos a aceptar la legitimidad de un Estado judío, al margen de dónde se tracen sus fronteras. Los israelíes también vieron lo que ocurrió cuando retiraron hasta el último soldado, asentamiento y colono de Gaza en 2005, y creen que crear en la Margen Occidental un nuevo Estado terrorista como el que hay en la Franja sería una insensatez suicida.
También se equivoca respecto a que Israel sea antitético a la democracia pluralista. Al contrario, aunque sea imperfecto, como cualquier democracia, Israel sigue siendo una sociedad fundamentalmente liberal basada en el imperio de la ley. Sustituirlo por un Estado binacional donde los islamistas adquiriesen poder no sólo destruiría la democracia, también pondría en peligro millones de vidas judías.
Igualmente errónea es su idea de que los intentos de Israel de entablar relaciones con los países de Europa Oriental significa que defiende el antisemitismo en otras partes. Con tantos enemigos, los intentos de Jerusalén de hacer amigos en lugares improbables de Europa, así como en África y Asia, son perfectamente comprensibles. Pero aunque algunos de esos regímenes sean problemáticos, la triste verdad –como señala Sean Savage aquí– es que tal vez los judíos estén más a salvo en Europa Oriental que en la supuestamente más ilustrada Europa Occidental. Irónicamente, fue el mefítico antisemitismo que vio en París –la ciudad más progresista del mundo en la década de 1890– lo que convenció a Theodor Herzl de la necesidad de crear un Estado judío.
Lo que Goldberg está intentando en realidad es sustituir la idea del pueblo judío con un universalismo difuso en el que los judíos vuelvan a su viejo papel de víctimas del populacho, a merced de la buena voluntad de los demás. Eso casa con lo que dice Cynthia Ozick de que “el universalismo es el provincianismo de los judíos”, pero no hace nada para promover los valores progresistas o la seguridad de los judíos.
Los progresistas que caen en esta trampa están demostrando que hay algo más que no entienden, aparte de las realidades del conflicto en Oriente Medio.
Criticar al Gobierno de Israel no es antisemita, pero los que racionalizan una causa que pretende aniquilar al único Estado judío y democrático del planeta también están racionalizando una forma particularmente nociva del antisemitismo contemporáneo. Que lo hagan en nombre de los valores judíos o del progresismo desde sus prominentes posiciones en la Academia o en el New York Times no los hace menos abominables. Ni cambia el hecho de que sus esfuerzos seguirán fracasando, ya que Israel, con el apoyo de la gente decente, tanto judía como no judía, sigue ganando fuerza.
© Versión original: JNS
© Versión en español: Revista El Medio
La existencia de «no Sionistas» (en su epoca «Bund») entre los Judios de tendencias izquierdistas, cosmopolitas, etc es algo no sorprendente.
El hecho de que en la Diaspora (especialmente en EEUU) existe quienes «compiten» con el papel central de Israel en la vida Judia tampoco es nuevo.
Las tendencias politicas del Gobierno de Israel, que son opuestas a las de esos grupos Judios izquierdistas les crean un «problema publico» (tambien a nivel «privado») pues no quieren verse «ensuciados» por esa politica.