Hay una isla de soberanía india cuyos habitantes han rechazado siempre cualquier contacto con foráneos. En la selva amazónica aún pervive una docena de pequeñas tribus en las mismas circunstancias. En el mundo tan globalizado y uniforme en el que vivimos nos parece que son casos excepcionales, pero hasta hace unos siglos (un suspiro en el devenir de la humanidad) los grupos humanos se mantenían aislados, salvo en tiempos de conquistas imperiales. Eran pueblos (no había estados, aunque compartían una misma lengua y cultura) homogéneos, “sin grumos”, biológicamente débiles por la escasez de variedad genética. Aunque nos plazca retratarnos con las imágenes más recientes de nuestro pasado (la historia, a partir de las civilizaciones que desarrollaron algún tipo de escritura), las raíces de nuestro comportamiento gregario son mucho más antiguas y persistentes, posiblemente de unos 70 mil años desde el desarrollo de un lenguaje tremendamente más sofisticado y rico que el precedente en nuestra estirpe.
Los cronistas a menudo descubren reiteraciones de pautas, lo que popularmente se conoce como “la historia se repite”. Evidentemente no lo hace en las mismas condiciones: el magnicidio de Julio César no tuvo la misma raíz y efecto público que el de Kennedy. No es similar el punto de partida de aquellas primitivas sociedades homogéneas que el de las etnias que conforman naciones y estados hoy día. Sin embargo, persiste el anhelo de una “identidad” (racial, religiosa, cultural, lingüística, etc.) que en estos tiempos de intercomunicación planetaria afectan a las sociedades supuestamente más avanzadas, en Europa, EE.UU. o Latinoamérica. En un entorno tan singular como Israel (hasta hace poco, ejemplo de crisol de diásporas judías de todo el mundo) la “identidad” es tema fundacional (estado judío), aunque su significado tenga que ser redefinido cada generación para seguir conciliando las aspiraciones nacionalistas con la democracia.
Las clasificaciones válidas en otras latitudes (izquierda-derecha, paloma-halcón, religioso-laico, etc.) son difícilmente aplicables aquí. Sirva de ejemplo el recientemente desaparecido escritor Amos Oz que se definía no como un pacifista, sino como un luchador por la paz. Desde el anuncio del adelanto electoral para abril de este año, los resultados de las encuestas varían en cuestión de horas, tras la multiplicación de partidos (escindidos, recuperados o surgidos por generación casi espontánea). Tratar de explicar sus respectivos posicionamientos es tarea imposible para los cronistas extranjeros, del mismo modo que la taxonomía real de partidos más tradicionales como Avodá o Likud. La política (más en un país de aluvión como Israel) no puede permitirse el lujo de ser “homogénea” y dirigirse a un “pueblo sin grumos”, que es la pretensión de las nuevas corrientes nacionalistas y populistas en Occidente. Que se lo pregunten a los israelíes.
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