El título de estas palabras es una verdad de Perogrullo. Sin embargo, no lo es tanto si reducimos la definición a los sobrevivientes del Holocausto judío, la Shoá. Un reciente estudio israelí con esta población nos enseña también que vivir más no necesariamente significa vivir mejor, ya que la incidencia de enfermedades crónicas en este sector de la población es acusadamente mayor que entre el grupo de control, en este caso, los nacidos y criados en el país de Medio Oriente. Lo asombroso es que las razones que pueden invocarse para la segunda conclusión (la huella de las penurias sanitarias, alimenticias, psicológicas, etc.) deberían actuar también en detrimento de una mayor longevidad. Por el contrario, la invocación de una suerte de “darwinismo” por el cual quien fuera capaz de superar las terribles condiciones de vida en los campos (de concentración, de trabajos forzados, de exterminio) y guetos habría adquirido una cierta inmunidad y predisposición a una larga vida, debería traducirse en que estos mismos factores en realidad deberían haber protegido su salud general una vez superada la etapa más terrible.
Soy consciente de lo peligroso de extrapolar conclusiones científicas a otras disciplinas, pero aún así aprecio un efecto análogo en “los otros supervivientes”: los hijos y demás descendientes de las víctimas, los que crecieron atormentados por el sufrimiento de sus padres y abuelos, e incluso aquellos que cargan con la culpa de haberse salvado por vivir entonces en geografías a las que no llegó la locura del nazismo. A ese grupo pertenezco como hijo de inmigrantes que perdieron a familiares, amigos y vecinos de su infancia, y he crecido a la sombra de aquel trauma con la determinación del “Nunca más” que alguien plasmó en la pared de un barracón. No que nunca más sucederá, sino que jamás permitiremos que vuelva a ocurrir. No es un deseo, sino una actitud: la manera de estar dispuesto a actuar.
La indignación transformada en misión vital no tiene el mismo efecto físico que quien padeció el mal absoluto en sus carnes y huesos, como lo certifica el grupo de control de los nativos israelíes que, aun conociendo los testimonios de los estragos nazis y habiendo experimentado el estrés de innumerables guerras de supervivencia, no acusan los mismos síntomas que aquellos cuyos corazones siguieron palpitando después de pasar años infernales. Lo peor es que, a pesar de su longevidad, los testigos directos del horror sufren más que los demás una morbilidad que va inutilizando también su memoria, que es la de todos los “otros supervivientes”, dejándonos cada día más huérfanos de su dolor, que es el nuestro. Sin embargo ahí seguirán, más tiempo que el resto, como museos vivientes de la cercanía de lo inconcebible. Su supervivencia nos ayuda a los demás si no a vivir más, a vivir mejor por tener el privilegio de compartir el mismo espacio temporal con estos superhéroes sin capa ni antifaz
Al evocar estre triste episodo de la historia, me viene a la mente, el texto escrito en djudeoespanyol por Avner Perez, que dice asi;
«El tiempo estará enuviado dos o tres anyos, luvias pretas son previstas a todos los ke deven ser transportados por trenos sobre la Evropa, a los reskapados esklarecerá un dia el sol, , ma será un sol demudado, para eyos el tiempo, nunka tornará a ser klaro …»