El domingo 18 de enero de 2015 nos encontramos con la certeza que el fiscal Natalio Alberto Nisman se encontraba sin vida. Pero podemos afirmar que murió varias veces.
Volvió a morir cuando no solo se afirmó que se suicidó, sino que toda la investigación de su muerte más que dudosa se dirigió tomando en cuenta esa hipótesis descartando, contra lo que manda el procedimiento a quien investiga, cualquier otra posibilidad.
Volvió a morir cuando, para justificar la improbable hipótesis del suicidio, se inventaron razones de falta de claridad mental, depresión, arrepentimiento, miedo al escarnio, vergüenza u otras causas que de ninguna manera existieron.
Murió de nuevo cuando, sin posibilidad de defenderse, aparecieron afirmaciones sobre su vida privada o la forma de llevar la tarea más que ofensivas, que nunca siquiera se dejaron traslucir cuando vivía. Esta muerte es la más canalla. La que en lugar de contentarse con la muerte de una persona, lo que de por sí es moralmente cuestionable, intentaron manchar la memoria que dejó detrás de sí, sin importar si sus familiares quedarían afectados.
Lo mataron de nuevo cuando, pocos días después de su desaparición física, su denuncia fuera rechazada in limine, en tiempo récord y sin haber considerado una sola de las muchísimas medidas de prueba ofrecidas. Quienes alguna vez recorrieron los tribunales, saben que para que un juez pueda hacerse una idea cabal si una denuncia debe dar lugar a una causa o no, necesita tiempo de análisis y elementos de prueba. Y es muy extraño que se la rechace del todo, sino que, como mucho, se sostiene que con los elementos acompañados no alcanzan, pero si hubiera más se volvería a analizar. Este rechazo judicial fue partícipe de la estrategia de instalar que la única posibilidad fue el camino de quitarse la propia vida.
Lo matan nuevamente cuando hoy sostienen conspiraciones para justificar que su denuncia fue sustentada por intereses extranjeros. El que se considera nacional, poniendo a quien opina distinto como «en el otro lado», está minusvaliendo la república, considerándola solamente como válida cuando se piensa y actúa como su propio sector pregona.
Sin embargo, su denuncia fue reabierta. Sus investigaciones previas son ratificadas por los hechos que diariamente vemos reflejados en las noticias de la región. Sus denunciados son procesados.
Su muerte, declarada judicialmente como homicidio en razón de su posición pública y de las investigaciones que llevaba adelante. Su memoria, venerada y reivindicada.
Solo faltaría que la Justicia actúe con profesionalismo, para que podamos darle la última y definitiva sepultura que merece y decir: «Que en paz descanse y bendita sea su memoria».
Ariel Gelblung y Shimon Samuels
Los autores son el director de Relaciones Internacionales y representante del Centro Simon Wiesenthal para América Latina, respectivamente
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