En estos días, los muchachos que en París exhiben chalecos amarillos, se han ganado un lugar en la historia de la infamia han por sus consignas antisemitas. Sus consignas y sus actos. Foto: Archivo El Litoral
Las olas de judeofobia en Europa se han desatado y prometen ser más amplias, más altas y más devastadoras. Los temporales azotan contra los mismos objetivos: cementerios judíos, sinagogas, colegios y personalidades destacadas de la comunidad. Las consignas son las de siempre: los judíos son la peste, los judíos son los culpables, los judíos son los dueños de las finanzas, los judíos secuestran niños para extraerle la sangre y practicar sus ritos inhumanos, los judíos son comunistas.
Las viejas fobias se renuevan con su intensidad de siempre y sus sorprendentes paradojas. Para los judeofóbicos, los judíos se equiparan a piojos o insectos parecidos, pero según las circunstancias los insignificantes piojos se transforman en monstruos gigantescos sedientos de sangre y decididos a aplastar a la pobre gente. La patología judeofóbica transita de un extremo a otro, sin alterarse. Lo notable no es que estas consignas y estas fobias se reiteren, lo notable es que una mayoría de imbéciles las siguen creyendo y repitiendo como loros. Malditos judíos.
El odio al judío se articula hoy con el odio al estado de Israel. No concluyen allí las novedades. A la tradicional derecha antisemita y simpatizante de los fascismos, se suman en estos últimos años el fanatismo musulmán y una izquierda que desembozadamente se declara antijudía en términos no muy diferentes a lo que hizo Stalin en sus buenos tiempos. Para esta izquierda, judío y explotación capitalista son lo mismo, e Israel -ya se sabe- no es más que el portaaviones del imperialismo en Medio Oriente. Conclusión: en París, en Berlín, en Londres, en Ámsterdam, en Bruselas, en Varsovia o en Budapest, las manifestaciones y atentados contra los judíos se han multiplicado geométricamente. Malditos judíos.
Quienes curioseamos en la historia sabemos que no hay nada nuevo bajo el sol. Al holocausto lo perpetraron los nazis -qué duda cabe- pero en parte lo pudieron hacer posible porque contaron con la complicidad de los colaboracionistas franceses que mandaron a los campos más judíos que los solicitados; de los regímenes de Holanda y Bruselas que también se preocupaban de hacer buena letra sacrificando judíos; de los nazis de Viena, para más de un observador, más furiosos que sus camaradas de Munich o Baviera; de los lobos famélicos seguidores de Quisling en Noruega; de los muy devotos polacos, el territorio donde no hay un centímetro de tierra que no esté empapada de sangre judía. Los nazis hicieron lo que hicieron, pero no estuvieron solos en esa faena. Ochenta años después sus nietos salen a la calle reclamando las mismas cuotas de sangre. Malditos judíos.
En estos días, los muchachos que en París exhiben chalecos amarillos, se han ganado un lugar en la historia de la infamia no por sus dudosas luchas sociales, sino por sus consignas antisemitas. Sus consignas y sus actos. Una de las víctimas de su fobia fue el filósofo francés Alain Finkielkraut, insultado y agredido no por lo que escribe -dudo que los chalecos amarillos hayan leído sus textos filosóficos- sino por su identidad judía.
Lo sorprendente de todo esto, y lo que provoca una justificada congoja, es cómo amplias franjas de la opinión púbica europea tropiezan con la misma piedra, en más de un caso por ignorancia o idiotismo. En tiempos de Hitler, no en Berlín sino en París, abundaban pintadas en las paredes diciendo: “Judíos a Palestina”, consignas que manifestaban el deseo de expulsarlos a lo que en aquellos años era considerado el último rincón del mundo, al punto que muy bien podrían haber escrito: “Judíos al infierno”, porque la intención era exactamente la misma. Setenta años después, las consignas pintadas se modificaron un tanto, pero esa modificación es de una conmovedora coherencia: “Judíos fuera de Palestina”. Los tiempos cambian, las consignas se interpretan de otro modo, pero en todos los casos lo que no cambia es el afán de castigar a los judíos. Malditos judíos.
Hay más ejemplos. A principios del siglo XX, pero desde mucho tiempo atrás, la bestia negra de los judíos era Rothschild, el maldito banquero titular de todas las lacras morales y excrecencias de la raza judía. Un siglo después a los Rothschild los han dejado que descansen en paz, pero ahora el demonio es George Soros, el multimillonario y benefactor social que por derecha o por izquierda encarna, una vez más, al maldito judío, con sus fortuna, su cosmopolitismo, su lucidez para conocer las claves del mundo en el que vive y su humanismo laico. Maldito judío.
Si no conociera la historia, diría que miento o estoy exagerando. Sin embargo los hechos se empecinan en afirmar lo contrario: la judeofobia existe, está vivita y coleando y en la vieja Europa se vuelven a escuchar los redobles de los mismos tambores de guerra entonando las mismas letanías.
Veamos. En Europa viven alrededor de seiscientos millones de personas. La población judía apenas llega al millón y medio, es decir representa el 0,25 % del total. Muchos europeos que pintan consignas o entonan cánticos antisemitas, en su vida han visto a un judío (algo parecido ocurrió con los alemanes en tiempos de Hitler). Digamos que los judíos son una minoría y en algunos lugares una insignificante minoría. Sin embargo, comparando población con atentados, los judíos una vez más exhiben el honor de ser los más favorecidos por el terrorismo.
Un millón y medio de personas en un mar humano de seiscientos millones, pero el cuarenta por ciento de los atentados raciales y religiosos se perpetran contra ellos. Asimismo, y para asombro de los curiosos, no se registran antecedentes de agresiones judías. Los judíos en Europa no queman mezquitas o templos católicos, no incendian locales públicos, no profanan cementerios, no lanzan camiones enormes sobre multitudes que pasean por avenidas o costaneras, no balean a la gente en la calle, no asesinan periodistas porque no les gustan sus comentarios. Digámoslo de una manera directa: no joden a nadie pero cobran por todos. Chivos expiatorios. La factura a pagar es por su condición de judíos, a la que le agregan, como suculenta yapa, haber cometido la herejía de fundar su propio estado y negarse -el más osado e imperdonable de los atrevimientos- a ser arrojados al mar por sus enemigos. Ayer las cámaras de gas; hoy el océano. Malditos judíos.
Para sus tenaces enemigos solo hay una solución para los judíos de Israel: deben admitir que son el mal, desarmarse, apoyar el cuello en el banco y admitir que sus verdugos se lo cercenen con la cimitarra. El objetivo en todas las circunstancias es que marchen mansos, sumisos y resignados al matadero. ¿Cómo en Alemania en tiempos de Hitler? Como en Alemania en tiempos de Hitler.
En todos los casos, el fin es eliminarlos, eliminarlos porque pertenecen a una raza “infecta”, eliminarlos porque practican una religión responsable de la muerte de Jesús, eliminarlos porque son millonarios, eliminarlos porque parecen entender mejor que nadie cómo funcional el capitalismo globalizado o eliminarlos porque han tendido el atrevimiento de fundar una nación y un estado. Malditos judíos.