El comunismo se veía a sí mismo como una evolución del capitalismo a un grado superior, más avanzado. Su base teórica era la llamada ley de la negación de la negación: la situación inicial es negada por una postura diametralmente opuesta y ésta, a su vez, es negada por otra también de signo contrario, pero que no nos devuelve exactamente al mismo punto de partida, sino a un nivel más elevado. En otras palabras y simplificando mucho, no siempre el enemigo de mi enemigo tiene por qué convertirse en mi amigo, aunque compartamos intereses comunes. Llevando este pensamiento a uno de tantos ejemplos extremos, no todos a los que les caemos muy mal los judíos comparten una misma ideología, pero ese odio ha servido en más de una ocasión como síntesis para acciones similares.
Así, durante la Segunda Guerra Mundial se dio un choque de trenes frontal entre dos formas antagónicas de totalitarismo (la Alemania nazi contra la Unión Soviética), pero ambos conceptos tan dispares de desprecio a la democracia arrojaron no pocas políticas de colaboración, por ejemplo, en la destrucción y reparto de Polonia o en la eliminación física de cualquier atisbo de oposición interna. Pero pese a las barbaridades del régimen de Stalin y su judeofobia enquistada, nunca llegó a diseñar un genocidio antisemita como el que se terminó de pergeñar en la Conferencia de Wannsee de 1942. Y fueron justamente los soviéticos los primeros en dar a conocer al mundo las atrocidades de los campos de exterminio que iban “liberando” a su paso, camino de Berlín. Aunque todo esto ha quedado mejor documentado que muchos otros sucesos contemporáneos, hay quienes persisten en negarlo.
En algunos países esta visión que explica las abrumadoras pruebas como una conspiración (bien comunista, bien capitalista) se denomina negacionismo y está condenada por las leyes, como una forma de violación de la memoria y la historia. Por ello, la nueva táctica consiste en presentarse como no negacionista, aunque desviando los balones fuera de la portería nazi, como si los seis millones de judíos muertos (el Museo del Holocausto de Israel lleva documentados más de cuatro millones de nombres, a pesar de la maquinaria nazi para borrar las evidencias de sus masacres) hubieran sido un desafortunado daño colateral de una guerra cruel y, la mayoría, de autoría atribuible a otros antisemitas o a causas “naturales” como la enfermedad y el hambre. Lo único nuevo de estos planteamientos es que niegan reconocerse como negacionistas, sino como verdaderos quijotes al rescate de verdades históricas ocultadas.
Algo similar ocurre con el intento tan generalizado de achacar al estado judío las mismas atrocidades antes cometidas contra sus habitantes. Sin duda, se trata de un mecanismo burdo de sacudirse las culpas desviando el peso de éstas a la víctima, legitimando una falsa equivalencia y considerándolo un derecho legítimo a la libre expresión, aunque no se trate más que de propagar mentiras e incitar al odio.
«Un mecanismo búrdo» pero que desgraciadamente dá sus réditos segun venimos comprobando …
Si la mentira tiene por naturaleza «las piernas cortas» se le aplica una generosa dósis de propaganda y se procede a difundirla sin reservas de ningun tipo … los efectos de la mismas, no se hacen esperar, en una opinion pública, en la que predomina mas la mediatizacion interesada, que la informacion contrastada …