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| martes diciembre 24, 2024

Entre ser y querer ser


Estamos en unas fechas muy particulares que aparecen marcadas en rojo en el calendario israelí. No rememoran sucesos de índole bíblica o religiosa, ni hablan del pasado lejano, sino del que todavía sigue vivo. Por una parte, hace pocos días sonaron las sirenas del país en homenaje a las víctimas del holocausto y (a diferencia del Día Oficial instituido por Naciones Unidas para ello), también de la resistencia y la valentía. Por otra, dentro de unas jornadas será el día de homenaje a los caídos por Israel, precediendo a la alegría y celebración de la independencia.

Entre ambas citas apenas median seis días, pero la distancia entre los dos duelos es infinitamente mayor. Las víctimas de la shoá lo fueron por el mero hecho de ser, de haber nacido judíos, según las arbitrarias leyes de discriminación racista establecidas en 1935 por los nazis en Núremberg, sin importar su identidad, género, fe ni edad. Daba igual el currículum de conversión, acciones patrióticas, cultura o ideología. La “raza” era el único atributo inmanente del antisemitismo y equivalía a una sentencia automática de humillación y muerte.

La guerra acabó en 1945, pero no para todos. Los supervivientes que intentaron volver a sus vidas anteriores comprobaron que quizás la ejecución se había suspendido, pero el veredicto de culpabilidad por el hecho de ser judío seguía en pie. Algunos intentaron reescribir su historia desde cero gracias a la emigración y el olvido forzado. Otros ni siquiera tenían esa opción o prefirieron arriesgar el último hálito de dignidad que pudieron conservar en la bajada a los infiernos humanos en la promesa de un hogar propio. Emulando a los que sobrevivieron a la esclavitud y cruzaron el mar y el desierto, llegaron al centro de sus oraciones durante generaciones y allí tuvieron que hacer frente a feroces batallas para lograr sobrevivir, para aferrarse a la vida. Ya no era el peligro de ser quienes eran, sino la osadía de querer ser lo que siempre ansiaron y expresaron al final de cada recuerdo anual del largo camino a casa.

Entre Yom Hashoá y Yom Hazikarón apenas median seis días, como los que tarda en construirse el universo entero, y al séptimo, Yom Haatzmaút, nos toca regocijarnos, pero también meditar sobre el camino recorrido. Alguna vez hemos dicho que el judaísmo no tiene más lugares sagrados que el tiempo. El nuevo Israel es una metáfora del propio mundo y de la historia de su nacimiento como nación, de ser una suma de tribus con lazos de parentesco y fe comunes, a la voluntad de convertirse en luz, y rescatar de las tinieblas del olvido a cada una de las piedras que sustentan la montaña que hoy vemos.

Por primera vez en más tiempo que el que dura la memoria de otros pueblos más encumbrados, somos lo que queremos ser, y no lo que otros nos dejan. Gracias a todos esos que nos permitieron llegar al tiempo que nos toca vivir

 
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