Cicada
- “… el exterminio de los judíos en Polonia no fue en absoluto un secreto: ocurría a la vista de todos, era un asunto absolutamente público. En el corazón mismo de sus ciudades, los polacos, en un principio, estuvieron presentes en la instalación de los guetos, vivían con los guetos y era, para ellos, la cosa más natural y menos escandalosa del mundo. No hace falta decirlo. Más tarde -y recogí innumerables relatos sobre este tema- ellos fueron los testigos impasibles de las acciones que se perpetraron ante sus ojos…”, Claude Lanzmann, Au Sujet de Shoah
Las cicadas (Magicicada septendecim) son unos insectos con un ciclo vital muy particular. En realidad, este ciclo resulta de la estrategia que tienen para garantizar su perpetuación. Cada 17 años, estos insectos, que recuerdan a las langostas, emergen de la tierra masiva y simultánea en la parte nororiental de Estados Unidos y Canadá. El objetivo es “crear” una infrecuente superabundancia de alimento (ellas mismas, claro está, son ese alimento) que supere ampliamente las necesidades alimenticias del predador. Es decir, apabullarlo de manera que un gran número de especímenes de cicada sobreviva, se aparee y continúe la especie en el tiempo.
Esta estrategia, explicaba el paleontólogo y biólogo Stephen Jay Gould (Of Bamboo, Cicadas, and the Economy of Adam Smith, en su libro Ever since Darwin), se conoce con el elocuente nombre de “saciedad del predador”; y, para que sea efectiva, ese exceso de oferta alimenticia debe darse de manera muy precisa, es decir, debe ocurrir, como ya se indicara, a la vez y sólo durante un muy breve período de tiempo. Es decir, el ambiente en el que este organismo emerge de la tierra con fines de reproducción debe ser saturado, abarrotado de cicadas, pero sólo brevemente. Y ello ha de ocurrir separado por largos períodos de tiempo. El objetivo: que el predador, que tiene ciclos de vida menores a los del insecto, justamente no pueda “recordar” o “predecir” el momento de aparición de los insectos y “ajustar” su propio ciclo al del de su fuente de alimento.
Entonces, podría decirse que este método busca el “olvido” por parte del depredador de la aparición de los insectos. El apabullamiento y el olvido.
El Homo sapiens utiliza un método semejante. Pero no como estrategia de supervivencia, sino, por el contrario, como estrategia de ataque – a la vez que sirve para eludir o suplir la autoestima, la responsabilidad y la razón: para saciar esa ya casi atávica pulsión gregaria de acoso contra el débil, contra la minoría; objetivos fáciles que garantizan el “éxito” de esa inseguridad prepotente, de ese odio: el antisemitismo.
Y, como en el caso de la “saciedad del predador”, el antisemitismo también involucra el ocultamiento o la permanencia cuasi letárgica durante períodos de tiempo que, a diferencia de lo que se da en la naturaleza, son variables. Así, de tanto en tanto, cuando el olvido o la necesidad de olvidar han prescrito, un número importante de sus miembros, casi como si se pusiesen de acuerdo globalmente, se vuelcan a la práctica del odio como si fuese una cruel deidad – encarnada en cada devoto – que exige el sacrificio, inicialmente verbal, de los judíos.
El desprecio devenido una suerte de mandamiento. Y la más ominosa imbecilidad, una virtud. En tanto la gran mayoría mira cómo se reproduce ese caldo de bajeza. Y, otra variación en la estrategia respecto de la que acontece en la naturaleza, más de uno de los “observadores” se ofrece para dispersar sus esporas camufladas como nutrientes para la reflexión, para el debate.
Poco a poco, el antisemitismo crecerá, inundando el ambiente, apabullando, empalagando al “depredador” – es decir, a la razón, la empatía, la solidaridad – al punto de la indiferencia, de la abulia. Se asegura así su perpetuación y su “impunidad” momentánea para actuar. Cuando la vergüenza se imponga (porque su “depredador”, visto está, no llega nunca a hacerlo: la pulsión prevalece sobre la razón), volverá a enterrar su cuerpo notorio entre la multitud, donde permanecerá hasta el próximo brote.
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