Oriente Medio tiene, con razón, fama de inescrutable, con actos aparentemente ilógicos que forman parte de lo habitual. El príncipe heredero saudí secuestró al primer ministro del Líbano, que estaba de visita en su país, y le obligó a dimitir, para ver cómo recuperaba el cargo al volver a casa. La Autoridad Palestina se negó airada a asistir a una conferencia en Bahréin donde podría haber conseguido hasta 27.000 millones de dólares. Y después están las elecciones municipales de Estambul, cuya repetición tuvo lugar el domingo.
La votación original se produjo en marzo, y en ella el candidato del presidente Recep Tayyip Erdogan perdió por un microscópico 0,16%. Insatisfecho con el resultado, Erdogan hizo lo que hace normalmente un dictador y mandó que se declarara nula basándose en una cuestión técnica menor, y que se volviera a celebrar. Imagino que les dijo a sus secuaces que lo hicieran bien de una vez y se aseguraran de que su candidato ganaba con una diferencia sustancial. Pero su candidato perdió por un asombroso 9,22%, un margen casi 60 veces mayor que el registrado en marzo.
Este drama en dos actos suscita dos preguntas.
La primera: ¿Por qué permitió Erdogan que sucediera? Gobierna como un cuasi dictador absoluto desde hace seis años, así que lo lógico habría sido que exigiera una gran victoria. Controla el Ejército, la Policía, el Parlamento, el Poder Judicial, los bancos, los medios y el sistema educativo. En definitiva, hace lo que le viene en gana. Así, amaña las elecciones –y, por supuesto, fue él quien echó abajo la primera votación en Estambul–; construye palacios y aeropuertos donde quiere al coste que considera oportuno; le dicta los tipos de interés al Banco Central; pergeñó un “golpe de Estado controlado”; ordena perforaciones gasísticas en zonas económicas exclusivas de países vecinos –o viola sus espacio aéreos–; se compincha con el ISIS; manda a sus matones a intimidar a la oposición; despide, encarcela o tortura a cualquiera que se le atraviese –incluso a ciudadanos de otros países–; secuestra a turcos en países lejanos; crea y despliega su propio ejército privado…
Con semejante poder, ¿Por qué consintió unas elecciones libres en Estambul y no manipuló los resultados? Los dictadores no suelen dejar que sus enemigos conquisten la ciudad más importante del país; y este caso es especialmente sangrante porque Erdogan proclamó que la batalla por Estambul era una cuestión de “supervivencia nacional” y vaticinó: “Si tropezamos en Estambul, perderemos pie en toda Turquía”.
La anomalía estambulita encaja en un contexto más amplio, en lo que he denominado “el enigma Erdogan”. Una y otra vez, el presidente turco da pasos ilógicos y contraproducentes: se ganó sin necesidad un poderoso enemigo al declararle la guerra política (2013) a Fethullah Gülen, su viejo compañero de armas islamista; renunció a que los turcos pudieran moverse sin visado por la Unión Europea, un objetivo muy importante, por atenerse a un absurdo legalismo; hizo un gran esfuerzo y pagó un alto precio político por ganar un referéndum (2017) para cambiar una Constitución que llevaba años ignorando; hundió la lira turca (2018) esgrimiendo la extraña idea que los tipos de interés altos conducen a una inflación alta y concluyendo que “los tipos de interés altos son la madre y el padre de todos los males”…
Sea como fuere, las diversas explicaciones que pueden explicar la humillante derrota erdoganista en Estambul –la voluntad de Erdogan flaquea, tiene un as en la manga, quiere volver a la democracia– me parecen todas implausibles.
Mi segunda pregunta es: ¿Por qué a nadie le ha extrañado este desarrollo de los acontecimientos? Los analistas a los que he leído abordan el funcionamiento de la democracia turca como si fuese perfectamente normal, ignorando que el país está bajo el dominio de un déspota. Los titulares hablan de “movimiento tectónico”, de “duro golpe” y de “pérdida desastrosa”, asumiendo que Erdogan aceptará su derrota. Para ellos, las elecciones de Estambul abren una nueva era en Turquía.
No para mí. Yo las considero una anomalía que será corregida. En consecuencia, predigo que el impulso tiránico de Erdogan, inexplicablemente en remisión, volverá a resurgir. Pronto. Y que, en consecuencia, Erdogan volverá a hacerse con el control de Estambul. Quizá recurra a un nuevo tecnicismo, o puede que acuse al alcalde de tener vínculos con Gülen y el “terrorismo”. Sea cual sea la razón, el resultado será el mismo: una reafirmación de la voluntad suprema del autócrata sobre todo el país.
En retrospectiva, las elecciones de Estambul se verán como una anomalía en el camino de Erdogan hacia el control absoluto del país. No serán recordadas como un movimiento tectónico, un duro golpe o una pérdida desastrosa, sino como un pequeño interludio en su inexorable devastación de Turquía.
© Versión original (en inglés): danielpipes.org
© Versión en español: Revista El Medio
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.