No todo el mundo es consciente de que, si bien el hebreo es la lengua en que fue escrita la Torá (la biblia judía), los seguidores de sus preceptos hace mucho que la dejamos de usar fuera de la liturgia. En los tiempos en los que aún se redactaban y recopilaban estos textos sagrados, el pueblo llano ya utilizaba una lengua vulgar con influencias de otras semíticas y mediterráneas. Jesús hablaba en arameo y en esa lengua recitamos algunas de las oraciones más habituales (como el “Kadish” por los muertos). También será en ese idioma que se recopilará y compendiará el conocimiento rabínico posterior a la destrucción del Segundo Templo para elaborar el Talmúd.
No fue hasta finales del siglo XIX, ante el auge del nacionalismo sionista, cuando se planteó un retorno coloquial al hebreo original, que acabó sirviendo de vaso comunicante para un judaísmo disperso en miles de tiempos y geografías. Más allá del rescate lingüístico y su adaptación a un mundo tan diferente del original, el hebreo también ha servido como catalizador de unos procesos de resignificación, indispensables para encajar las piezas rotas de nuestra identidad. En esta ocasión, y como respuesta retardada al cacareado 50 aniversario del primer paso del hombre en la luna (que no fue más que una inversión desmesurada de recursos para demostrar quién era el “macho alfa” de nuestro planeta), haremos una breve incursión en su nombre hebreo, que en realidad son dos: YaReaJ (Yod-Reish-Jet, que también denota algo mensual) o la mucho más poética LeBaNá, literalmente, blanca. El mismo color y raíz Lamed-Bet-Nun sirve para muchos otras descripciones pálidas y blancuzcas, desde el esperma (LoBeN); el yogur (LeBeN); la mariposa blanca de la col (LaBNin); el árbol Styrax de flores blancas (LiBNé); el pez alburno, nombre también de raíz latina ligada a lo albo (LaBNún); la blancuzca hierba Diotis o Achillea marítima (LaBNanít); a la ropa interior y la de cama (LeBaNím). Pero la audacia a la hora de modernizar una lengua tan antigua ha llegado mucho más lejos: cuando se cuece un ladrillo a altas temperaturas, éste obtiene temporalmente un color blanco, por ello se llama LeBeNa (en plural, LeBeNím), y de su forma se deriva el nombre de la figura geométrica del rectángulo (maLBéN), lo que viene a demostrar que no es lo mismo un bloque de piedra tallada como el usado para construir una pirámide (de esos con los que los israelitas estaban familiarizados en el Antiguo Egipto), que un ladrillo cocido (bastante más moderno y cómodo de usar). En fin: espero que no se hayan quedado en blanco con estas divagaciones sobre el color sin color (acromático), de máxima claridad y oscuridad nula, símbolo de la percepción en todas las longitudes de onda, aunque lo usemos para dar nombre o adjetivo a esa hermosa piedra que nos ronda infatigable desde el propio nacimiento del mundo y de la que nos acordamos sólo por haber sido capaces de pisotearla.
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.