Cuando en las últimas elecciones generales de España el partido más votado fue el PSOE, una amiga israelí en una red social escribió “¡Qué mal votaron!”, por la postura que este partido ha estado manteniendo respecto a Israel durante los últimos años. Claro que eso de bendecir o descalificar lo que eligen los demás es todo lo contrario del principio de las consultas electorales. Como contrapartida, muchos en el mundo, incluidos judíos, no se sintieron nada satisfechos con el resultado de las últimas elecciones generales justamente allí, con el país a merced de una nueva consulta en pocos días.
Desde la perspectiva de algunos o muchos, también votaron mal los argentinos en un sufragio para dirimir qué partidos podrán presentarse a las elecciones de octubre, ya que la mayoría apostó por un retorno del kirchnerismo, con la ex presidenta como candidata a vice. En el Reino Unido nadie sabe cómo reconducir la situación tras la votación en el referéndum del Brexit, mientras el recién elegido como primer ministro utiliza mecanismos legales pero sumamente antidemocráticos para llevar a cabo su propósito. Empezábamos citando el caso español que lleva cuatro años inmerso en un círculo vicioso de ingobernabilidad desde que la población determinó con sus votos el fin del bipartidismo. Como decía mi ciberamiga, qué mal votamos… todos.
El problema es que los países que “votan bien”, los que determinan sin lugar a dudas mayorías absolutas, resultan ser aplastantes no sólo en resultados sino literalmente: lo que comúnmente se conoce como dictaduras. Y que nadie se llame a engaño: la existencia del sufragio no es garantía por sí de la expresión popular libre, especialmente si sólo hay un partido que votar (caso de China), o que lo que se elige no es más que una pantomima de congresistas que responden a líderes supremos (“espirituales” en el caso de los ayatolás de Irán, “monárquicos” en la mayoría de los países árabes).
El sufragio universal no es el remedio a todos los males, pero el menor de ellos, dice el adagio. Sin embargo, en muchas democracias occidentales se extiende el desánimo y proliferan los profetas de soluciones simplistas: el populismo. Parafraseando al “br-exit”, nos acercamos a sociedades “demo-lidas” (a punto de salir de la democracia): hartas de corrupciones, traiciones ideológicas, maniobras en la oscuridad y grietas internas insalvables. Demasiado ha durado el sueño de Occidente, poco más de un segundo en la historia de la humanidad, durante el cual creímos que nuestra voluntad se expresaba libremente. Estamos a punto de convertirnos en las marionetas de quienes mejor conocen lo que queremos de verdad: los programas de Inteligencia Artificial que capturan y procesan cada paso que damos y nos retratan tal como somos. Lo único que nos diferencia de la distopía orweliana es que ni siquiera habrá un tirano humano detrás, sino que seremos gobernados por nuestros propios instintos colectivos; casi como las colonias de insectos, sólo que sin abeja u hormiga reina, sólo un robot virtual y omnipresente: la Democrac-IA.
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