La falta de reacción ante la muerte del ex-presidente egipcio Muhammad Morsi y la ausencia de exigencias religiosas por parte de los manifestantes en Argelia, Sudán e Irak sugieren que el Islam político va decayendo tras la derrota de ISIS, hace ya tres años.
Pocas imágenes en vivo fueron más dramáticas que el colapso y muerte del ex-presidente egipcio Muhammad Morsi, el primer jefe de estado de la Hermandad Musulmana, ocurrido en una jaula de vidrio transparente el 17 de junio de 2019 durante su interminable juicio en El Cairo.
Nadie fuera del oficialismo egipcio cuestionó las severas condiciones del encarcelamiento de Morsi, desde el día en que las fuerzas especiales rodearon la casa presidencial y le colocaron bajo arresto en julio del 2013, allanando el camino para que su ministro de defensa Abdel El-Fatah A-Sisi, ascendiera a la presidencia ocupando su lugar.
A pesar de todo el drama humano por la muerte de Morsi, apenas provocó más que un susurro entre la población egipcia. Provocó protestas de algunos desventurados líderes de la Hermandad Musulmana en el exilio, una predecible diatriba del Presidente turco Recep Tayyip Erdogan y algunas críticas nada eficaces por parte de Al-Jazeera en Qatar, que comparte las antipatías de Erdogan hacia A-Sisi y sus simpatías por la Hermandad.
Cuando los egipcios salieron a las calles tres meses después de ocurrir la muerte de Morsi, sus cánticos, “Abajo con el régimen tiránico de Sisi” – no tenían nada que ver con Morsi, con la Hermandad Musulmana o con la ideología islamista.
Lo mismo puede decirse de las protestas que durante meses se están llevando a cabo en Argelia y Sudán, las cuales han sido descritas como la coyuntura de una nueva “Primavera Árabe”. Su denominador común es la marcada ausencia del Islam político en los mensajes de los manifestantes.
En Argelia, el segundo estado árabe más poblado, el tema gira en torno a las negociaciones para lograr una transición democrática total luego de 67 años de gobierno de un único partido dominado por el ejército desde la independencia de Argelia. Las protestas dieron como resultado la destitución del ya senil presidente Abdel Asis Bouteflika en abril del 2019.
Los manifestantes abordan una variedad de temas unificadores – entre estos la justicia social, la difícil situación de la periferia, el desempleo en los jóvenes – y algunos otros, sobre los cuales existen argumentos considerables, tales como la postura de los bereberes, la población indígena del país y el estatus de los idiomas amazigh. Notablemente ausentes en el discurso se encuentran los temas referentes a la mezquita y el estado – los temas más básicos y comunes del Islam político.
Para cualquiera que esté familiarizado con la reciente historia de Argelia, el cambio es dramático. Hace apenas una generación, en la década de los años 90’, el país estuvo acosado por una guerra interna entre las “agencias influyentes dentro del estado” argelino – el FLN y el ejército que este apoyaba – y los partidos, grupos y milicias islamistas. Se estima que entre 50.000 y 100.000 personas fueron asesinadas en actos masivos de terrorismo y de masacres, ya que ambas partes acusaron a pueblos y aldeas de traición y en represalia los destruyeron. Finalmente, el estado sacó ventaja luego que la facción mayor, el Frente de Salvación Islámico, abandonó la lucha a cambio de una amnistía.
Más sorprendente aún es la desaparición del Islam político en Sudán. Al igual que en Argelia, los manifestantes lograron destituir a su jefe de estado, el General Omar Bashir, luego de permanecer 30 años en el poder. Pero a diferencia de Argelia, donde el régimen nunca fue islamista, Bashir, en su ascenso al poder, hizo causa común con el Frente Nacional Islámico e impuso la ley del shaarya en el país. Esa acción alimentó las muchas insurrecciones que acosaron a la gran nación y culminaron en la secesión del estado más nuevo de África, la República de Sudán del Sur.
Muy en particular, la última ola de protestas masivas en Sudán fue organizada principalmente por un organismo profesional, la Asociación de Profesionales de Sudán. Son los delegados de esa organización y no los líderes de los partidos islámicos más veteranos, a quienes se les ve negociando con el ejército, liderado por el comandante de la fuerza de despliegue rápido responsable de reprimir brutalmente a los manifestantes. El temor es que tanto en Argelia como en Sudán, el ejército está utilizando las negociaciones para ganar tiempo hasta que el movimiento de masas detrás de los negociadores se disipe, ante lo cual el ejército enviará a los negociadores a la cárcel o al exilio.
Incluso en Irak, donde el conflicto religioso entre los chiitas y sunitas dominó la política y alimentó enormes olas de violencia tras la destitución de Saddam Hussein, uno ve una disminución en la importancia política de la religión. Las protestas durante los últimos dos años al sur de Irak, un área exclusivamente de población chiita, se están llevando a cabo contra un gobierno dominado por chiitas. Una vez más, los problemas son el empleo en los jóvenes, los ya inadecuados servicios públicos y la fuga masiva de recursos públicos causada por una corrupción a gran escala. Ni una palabra es pronunciada sobre el tema de la religión y estado o las relaciones sunitas-chiitas.
Cuando estos manifestantes chiitas señalan con el dedo acusador, ya no va dirigido contra los sunitas al norte. Es contra la intervención iraní en los asuntos iraquíes y los costos económicos de dicha participación. Tal estado de cosas hubiese sido impensable hace solo cinco años, cuando ISIS dominado por los sunitas amenazó predominantemente a la Bagdad chiita.
Las recientes elecciones en Túnez también reflejan (aunque con mucho menos drama) el decaimiento del Islam político. En la primera vuelta de las elecciones presidenciales luego del fallecimiento de un presidente de 92 años, el candidato respaldado por el Nahda, un partido reformista islámico, llegó en un distante tercer lugar, descartándolo para la segunda vuelta.
Aunque el poder político del Islam pudiese haber disminuido, difícilmente puede pronunciarse de moribundo. Dos estados poderosos en la región, Irán y Turquía, están siendo liderados por fundamentalistas muy determinados.
El futuro del Islam político dependerá de la medida en que los manifestantes logren sus objetivos a través de una organización efectiva y demuestren ser capaces de persuadir a los ejércitos renuentes a que renuncien a su poderío. El fracaso, al no lograr estos resultados, pudiera hacer resurgir un Islam político mucho más solidificado.
Hillel Frisch es profesor de estudios políticos y del Medio Oriente en la Universidad Bar-Ilan e investigador asociado sénior en el Centro de Estudios Estratégicos Begin-Sadat.
Traducido por Hatzad Hasheni
Debes estar conectado para publicar un comentario. Oprime aqui para conectarte.
¿Aún no te has registrado? Regístrate ahora para poder comentar.