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| lunes diciembre 23, 2024

La batalla de Baghdadi


La eliminación de Abubaker al Baghdadi es una batalla ganada. Pero ni por asomo es el fin de la guerra eterna. El islamismo sigue ahí, con toda su variada furia.

Hace cinco años, Bagdadi fue proclamado (por sus seguidores) califa, es decir, sucesor del profeta Mahoma. Ni siquiera Osama ben Laden fue tan audaz.

El Estado Islámico en Irak, una escisión de Al Qaeda, se organizó en 2006. Ocho años después se renombró Estado Islámico, en reemplazo del califato otomano que había colapsado hacía menos de un siglo, un abrir y cerrar de ojos en términos históricos. En su apogeo, el Estado Islámico ocupó un territorio del tamaño de Gran Bretaña, estableció provincias en una docena de países, ordenó ataques terroristas en Europa y atrajo voluntarios de todo el mundo.

Jóvenes musulmanes procedentes de tierras empobrecidas donde escaseaban las oportunidades de trabajo y las mujeres casaderas atendieron su llamada. Otros procedían de América y Europa, atraídos por lo que imaginaban sería un excitante estilo de vida: empuñar AK-47, mostrarse en vehículos de combate, cazar esclavas y, de vez en cuando, degollar infieles y apóstatas. Y aún otros, tanto hombres como mujeres, se consideraban una suerte de devotos pioneros. Estaban ansiosos por contribuir a lo que veían como la restauración del poder y la gloria que las fuerzas de los no creyentes y sus aliados musulmanes descarriados habían hurtado a la comunidad islámica mundial.

La muerte de Baghdadi asesta un golpe devastador al Estado Islámico. Por una razón obvia: le será difícil encontrar a alguien de su talla; y por otra no tan obvia: en la teología a la que se adscribía Baghdadi, es Alá el que decide el resultado de las batallas y las guerras. Que el califa, no un mero combatiente que aspira al martirio, pueda ser ultimado por los Delta Force y los Rangers sugiere a los fieles que su misión carecía del respaldo divino.

Aun así, el Estado Islámico intentará reinventarse. El estratega militar David J. Kilcullen ha advertido de que “podría resultar aún más difícil derrotarlo en su próxima manifestación”.

No deja de sorprenderme la cantidad de funcionarios del Gobierno, académicos y periodistas que siguen, después de todos estos años, confundidos sobre los islamistas: quiénes son, qué creen y por qué luchan. Sirvan como muestra los titulares que lució el obituario de Bagdadi que escribió Jody Warwick para el Washington Post, por  lo demás una pieza informativa. El primero decía:

Abubaker al Baghdadi, ‘terrorista en jefe’ del Estado Islámico, muere a los 48 años.

Al parecer, algunos editores del Post no lo consideraron suficientemente respetuoso con el difunto. La siguiente versión decía:

Abubaker al Bagdadi, el austero erudito religioso al frente del Estado Islámico, muere a los 48 años.

“Con lo absurda que es”, apuntó M. Zuhdi Jasser, presidente del American-Islamic Forum for Democracy, “la deferencia de ese titular confirma lo que los islamistas, incluidos los que aparecen en las páginas del Washington Post, niegan categóricamente: que Bagdadi era un respetado ‘erudito’ del establishment islamista mundial”.

Los editores del Post hicieron otro intento:

Abubaker al Baghdadi, líder extremista del Estado Islámico, muere a los 48 años.

Eso estuvo mejor, aunque un lector ocasional podría inferir que se había resbalado en la bañera en vez de haber sido acorralado en un túnel sin salida por comandos estadounidenses.

Hay dos preguntas que me parecen dignas de mayor consideración. ¿No es extraño pensar en Baghdadi como “austero”? Es cierto que, de joven, le ofendía “ver a las mujeres y los hombres bailando juntos en la misma sala”, como informa debidamente Warwick. Pero cuando asumió el manto del califa “mantuvo una serie de esclavas sexuales personales”, incluidas yazidíes y Kayla Mueller, rehén estadounidense que acabó muriendo en cautiverio. En cuanto a los estudios islámicos de Baghdadi, los corroboran los títulos que obtuvo en la Universidad de Bagdad y la Universidad Sadam de Estudios Islámicos. ¿Cómo le habría ido en un debate con él a un no musulmán de los que sostienen que “el islam es una religión de paz”? Dicho esto, discrepo de quienes desde la extrema derecha sostienen —como habría hecho el propio Bagdadi— que han de descartarse las interpretaciones menos beligerantes del islam como no auténticas e incluso heréticas.

Lo que me lleva a un punto final que va contra lo que se suele decir. La ideología que Baghdadi abrazó y los objetivos por los que luchó no difieren significativamente de los de Al Qaeda, la República Islámica de Irán y los Hermanos Musulmanes. Es cierto que los Hermanos Musulmanes prefieren el traje y la corbata al turbante y el dishdasha. También es cierto que los seguidores iraníes del ayatolá Ruholá Jomeini pueden tener estudios, cultura y hablar con fluidez el lenguaje de la diplomacia, y sentirse cómodos en compañía de (cordiales y obedientes) no creyentes. Como lo es que las estrategias que estas facciones siguen no son idénticas. Sin embargo, todas creen en el imperativo de la supremacía islámica, que imagina un mundo gobernado por y para los musulmanes, donde los infieles sean como mínimo relegados a un estatus inferior.

Todos creen en la “¡Muerte a América!”. Y todos están preparados para librar una guerra eterna si con eso alcanzan su meta.

Mientras lloran, los seguidores de Baghdadi podrían abrigar esperanzas por el cansancio de la guerra y el creciente aislacionismo en la derecha y la izquierda norteamericanas.

El presidente Trump merece reconocimiento por eliminar al líder del Estado Islámico. Pero espero que ahora se dé cuenta de que si hubiese retirado a todas las fuerzas estadounidenses de Siria hace unos meses, cortando la asociación estadounidense con los kurdos —que suministraron información crucial sobre el paradero de Bagdadi—, esa misión podría haberse cumplido.

Por terrible que pueda resultar la perspectiva de una guerra eterna, no hace falta demasiada imaginación para concebir una alternativa peor.

© Versión original (en inglés): FDD
© Versión en español: Revista El Medio

 
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