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| domingo diciembre 22, 2024

Los fracasados siguen dando lecciones


He escrito sobre la maléfica influencia de los especialistas en el mundo árabe sobre los distintos Gobiernos norteamericanos. Tras dejar el servicio público, muchos pretenden seguir influyendo tanto en la arena política como en la opinión pública. Sirva como ejemplo este artículo reciente publicado en el Washington Post por los exdiplomáticos Aaron David Miller y Daniel Kurtzer, que presumen de su medio siglo de experiencia acumulada en el mundo de la diplomacia; medio siglo presidido por decisiones políticas desacertadas.

En dicho artículo, Miller y Kurtzer inciden en una serie de falacias del pensamiento arabista y critican la decisión de la Administración Trump de no considerar ilegales los asentamientos israelíes; asimismo, lamentan la falta de voluntad de las Administraciones anteriores (salvo la de George H. W. Bush) a la hora de coaccionar a Israel para que ponga freno a la expansión de los mismos.

Su malestar descansa en el error de concepto de que los asentamientos son un obstáculo para la paz. “Los palestinos no pueden intercambiar tierra por paz si no tienen tierra”, escriben.

La extendida idea de que los asentamientos son un impedimento para la paz es fácilmente refutada por la Historia. Los árabes no tuvieron interés en la paz cuando no existían los asentamientos, antes de 1967; tampoco lo tuvieron en 1979, cuando había menos de 10.000 colonos; ni cuando se les ofreció un Estado palestino y el desmantelamiento de los asentamientos (2000), o cuando Israel evacuó todos los asentamientos de Gaza (2005). Ah, y tanto Jordania como los propios palestinos firmaron en su día acuerdos de paz sin exigir que Israel evacuara asentamiento alguno.

Por otro lado, Miller y Kurtzer se olvidan de mencionar el impacto de la decisión de George H. W. Bush de vincular las garantías de préstamo a Israel con la construcción en los asentamientos. En primer lugar, no consiguió que Israel dejara de construir; en segundo, enfureció a los israelíes; y en tercero, no hizo que el proceso de paz avanzara un ápice, en parte por su castigo unilateral a Israel.

En otros ejemplos que ponen también omiten hechos fundamentales. Así, dicen que Jimmy Carter insistió en que Israel paralizara los asentamientos durante las negociaciones de Camp David arguyendo que eso animaría a otros países árabes a unirse al proceso de paz. Pero lo cierto es que Beguin paralizó la construcción en los asentamientos durante tres meses y aun así los países árabes condenaron a Egipto al ostracismo.

Dicen también que el Informe Mitchell sobre la segunda intifada recomendaba que Israel paralizara la actividad en los asentamientos. Ignoran que el levantamiento no tuvo nada que ver con los asentamientos y que continuó incluso cuando Israel se ofreció a desmantelar la mayoría y a permitir a los palestinos crear un Estado.

El tercer ejemplo que esgrimen, la exigencia de Obama de paralizar la construcción en los asentamientos, debilita aún más su argumento. Obama no era imparcial: simpatizaba más con los palestinos, que nunca habían insistido en la paralización. A pesar de que Israel accedió a la misma durante diez meses, los palestinos se negaron a negociar.

Miller y Kurtzer omiten verdades incómodas porque otro principio del pensamiento arabista es que hay que obligar a Israel a adoptar las políticas que los arabistas consideran más beneficiosas para el Estado judío. Los arabistas sostienen que esto es necesario porque el conflicto obstaculiza las relaciones entre EEUU y los árabes. Siguen creyéndolo incluso cuando a la mejora de las referidas relaciones le ha seguido el fortalecimiento de los lazos entre EEUU e Israel.

Los autores no dicen en ninguna parte del artículo que se deba ejercer presión alguna sobre los palestinos, ni que se les culpe de nada. Únicamente escriben que “el inicio de las campañas terroristas palestinas de mediados de los noventa hizo inimaginable que se pudieran endurecer las políticas estadounidenses contra los asentamientos, por no hablar de sancionar a Israel”. Al parecer, sí era imaginable hacerlo bajo el incesante terrorismo de antes y después de ese periodo. Esta miopía sobre las inmaculadas víctimas palestinas, que también ha arraigado entre los progresistas, es una de las razones por las que sus recetas son absurdas.

Miller y Kurtzer vuelven a la idea de que Estados Unidos debe ser “imparcial” si quiere desempeñar un papel en el proceso de paz, situando a nuestro aliado democrático, Israel, en pie de igualdad con los autócratas de la Autoridad Palestina, antiamericanos, corruptos y patrocinadores del terrorismo. De nuevo, esta posición cuenta con un historial catastrófico de casi ocho décadas.

Su afirmación de que la decisión de Trump sobre los asentamientos va contra la legalidad internacional es igualmente errónea, como documenté aquí. Para recapitular brevemente: un funcionario de la Administración Carter concluyó falazmente que los asentamientos eran ilegales; desde entonces, numerosos académicos lo han cuestionado, al igual que el Tribunal Supremo de Israel y el presidente Reagan. John Kerry los calificó de “ilegítimos”, pero, en lugar de votar a favor, en la resolución de la ONU que los declaraba “ilegales” se abstuvo (de todas formas, es algo irrelevante, ya que la ONU emite opiniones políticas, no jurídicas).

La gente como Miller y Kurtzer nunca admite que las ideas que defienden, las mismas que aplicaron en el Departamento de Estado, han sido desastrosas. Les mortifica ver que por fin Trump ha hecho recaer la responsabilidad de la ausencia de paz sobre quienes corresponde: los palestinos. En lugar de blanquear el terrorismo y el irredentismo de los palestinos, Trump es el primer presidente que los castiga por su actitud destructiva. Al reconocer Jerusalén y los Altos del Golán, Trump ha sancionado la realidad que Miller y Kurtzer insisten en rechazar: que Israel no va a retirarse de ninguno de esos lugares. Siguen aferrados al paradigma de los dos Estados con una Jerusalén dividida.

Ahora bien, Miller y Kurtzer sí aciertan en algo: en que la decisión sobre los asentamientos gusta a los seguidores del presidente. Lo cual, por supuesto, no la convierte en errónea.

El Washington Post no publica artículos de opinión sobre cómo administrar una empresa escrito por personas que se han pasado 50 años hundiendo empresas, así que ¿Por qué sí da una tribuna para hablar sobre Oriente Medio a quienes no han hecho más que fracasar allí?

© Versión original (en inglés): The Algemeiner
© Versión en español: Revista El Medio

 
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