Hace pocos días se cumplieron 16 años de aquella mañana que no olvidaré. Era un 29 de enero, un día después de mi aniversario de casados. La clínica dental en la que trabajaba Dani, mi esposo, iba a estar cerrada por una interrupción en el suministro de agua debido a arreglos en la zona. Decidimos salir a desayunar en el café Moment de Jerusalem, casi dos años antes había sido escenario de un atentado terrorista suicida en el que murieron 11 civiles y 54 resultaron heridos. No es muy probable que ataquen dos veces el mismo lado, nos dijimos en ese típico humor negro del conflicto.
Nos dividimos con los niños. Uno de nosotros llevaría a los mayores a la escuela y el otro al menor al jardín.
Subí por la calle Aza de Jerusalem, en cuya esquina izquierda superior estaba “Moment” y estacioné. Mientras esperaba a Dani, me disponía a transmitir a la radio de México con la que trabajaba en aquel momento sobre un evento importante que iba a tener lugar esa tarde. Dudé si transmitir desde afuera o quedarme en el auto, por si hay mucho ruido del paso de los autobuses. Opté por quedarme dentro del coche, lo cual puede que me haya salvado la vida.
Súbitamente, una explosión. Me di vuelta y entendí: estaba presenciado un atentado, probablemente suicida. Corrí y me topé con el infierno de Dante. A lo lejos, Dani también oyó el estruendo y me comenzó a llamar nervioso. La línea comunicaba. Entendió que yo debía estar transmitiendo. De hecho, sí, lo intenté, pero corté en vivo a mis compañeros, porque había algo más importante que hacer en ese momento, tratar de ayudar. Ni pensé que podría haber habido una segunda explosión.
En el atentado murieron 11 personas y más de 50 resultaron heridas, varias de gravedad. La explosión fue reivindicada por Hamas y por los Mártires de Al Aksa de Al Fatah.
Esta es la nota que escribí esa tarde y que fue publicada al día siguiente en El Tiempo de Colombia.
Fue entrar al infierno
Si la carga explosiva hubiese estallado diez segundos después, unos metros más adelante, no estaría contando el cuento.
Por: JANA BERIS Especial para EL TIEMPO
Si la carga explosiva hubiese estallado diez segundos después, unos metros más adelante, no estaría contando el cuento.
Esto es lo que sucedió en el atentado suicida de ayer, en un bus que transitaba por la calle Aza, de Jerusalén, que estalló a escasos 20 metros del lugar donde acababa de estacionar.
Nunca había visto el horror en forma tan inmediata. Nunca había cubierto ninguno de los tantos atentados suicidas en Jerusalén habiendo oído la explosión, habiendo visto la bola de fuego que envuelve el autobús elegido como cruento blanco. Nunca había transmitido la noticia mientras el cuerpo todo me temblaba tanto.
Esta vez, estaba allí. Y lo primero que choca, por unos segundos, es el silencio. Después de esos primeros segundos de silencio, comienzan los gritos de los heridos, de aquellos que aún pueden gritar. Corrí hacia el autobús para tratar de ayudar. Vi la desesperación y el horror en las miradas de los sobrevivientes, de quienes no comprendían qué rayo les había golpeado. Moví los restos de la puerta y subí. Fue como entrar al infierno.
En un asiento vi algo que difícil de definir. Restos de un cuerpo que, supuse, era del suicida, porque hasta costaba saber qué parte del mismo había quedado allí. El techo había salido disparado, los vidrios de las ventanas estaban todos rotos y tuve que correr trozos de metales -al parecer del techo mismo o de los costados del bus- para poder llegar a algunos de los heridos.
Atrás, vi restos de carne desnuda , ensangrentada. Tres personas mayores miraban al vacío, congeladas en sus asientos, sin poder moverse. Tuve que sacarlos, como si fuesen troncos duros y pesados, del vehículo.
Podría haber una segunda explosión, y ya nadie contaría el cuento. Una mujer con la cara herida, estaba atrapada entre la carrocería quemada y un cuerpo que le había caído encima. Entre cuatro bajamos a una mujer que estaba repleta de sangre, aunque parecía bastante entera. Mi buzo blanco quedó manchado y yo con olor a quemado.
Un hombre corpulento, de chaqueta azul, notó al parecer mi expresión de horror y me ofreció agua. Tomé un poco y traté de mirar a mi alrededor. Bastante gente había alcanzado ya a llegar y tratar de ayudar. A varios metros a la redonda, la calle Aza -a corta distancia de la residencia oficial del Primer Ministro Ariel Sharon- había heridos dispersos, en distinto estado.
Tómale el pulso a éste. No es seguro que esté vivo , dijo un hombre al primer paramédico que vio. El joven, de camisa gris y pantalón jeans, parecía inerte.
A mi lado, un muchacho que alcanzó a decirme su nombre, Erez , de 30 años, tenía los ojos cerrados y su corto cabello quemado, como pegado al cuerpo artificialmente, por el fuego.
Le sangraba una pierna, pero no había perdido ningún miembro. Le acaricié la cabeza y traté de estar segura de que no perdería el conocimiento. Le hablé mientras le acariciaba la frente. Voy a atender a otro más grave -me dijo un joven, que ahora no recuerdo si era enfermero o un civil entendido en primeros auxilios-. Tú quédate con él. No lo pierdas .
Así lo hice. A mi lado, una mujer de unos 40 años se revolcaba en el piso. Parecía tener su cuerpo completo. Pero había alcanzado a ver las escenas dantescas a su lado y gritaba. Le ofrecí agua. Ella ni contestaba.
En pocos minutos, la calle Aza estaba repleta de ambulancias y patrulleros de la policía. El jefe de la Policía de Jerusalén, Mikky Levy, trataba de organizar el trabajo con un megáfono. Alguien ya colocaba las cintas que demarcaban el espacio al que siempre, tras atentados anteriores, los periodistas tratamos de entrar, discutiendo con la Policía, para acercarnos a la escena del hecho.
Esta vez, yo estaba del otro lado, adentro, con el buzo manchado de sangre y el cuerpo temblando.
http://www.semanariohebreojai.com/articulo/2158
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