Si es difícil prever cuál va a ser el impacto social, económico y político de la pandemia del coronavirus en las democracias avanzadas, relativamente abiertas y transparentes, hacerlo sobre una región donde –salvo la honrosa excepción israelí– priman el oscurantismo, la autocracia y la censura se vuelve casi imposible. Como mínimo, sufrirá los mismos males que el resto del mundo, y quedará expuesta al mismo daño económico. Pero cabe sospechar que, dados la falta de infraestructura sanitaria en la mayoría de los países, la dislocación que han supuesto los conflictos en curso, el impacto negativo en las arcas estatales de la guerra petrolera entre Arabia Saudí y Rusia, y el hecho de que el objetivo último de los líderes locales es la supervivencia de sus regímenes a toda costa, el panorama en Oriente Medio será aún más calamitoso.
El primer caso reconocido oficialmente se registró en la ciudad iraní de Qom el pasado 19 de febrero. Otros países sólo han reconocido infecciones mucho más tarde; así, en Siria las autoridades sólo admitieron casos locales hacia la tercera semana de marzo. Sea como fuere, los datos provenientes de la mayoría de los países hay que tomarlos con una buena dosis de escepticismo, ya que la propia OMS advierte de que no se han realizado tests hasta muy tarde y en muy poca cantidad. Por eso, la cifra de 20.ooo contagiados en Irán que reporta Teherán puede que se quede muy corta. Según oficiales sanitarios iraníes, “la realidad es que cada hora se diagnostican 50 nuevos casos, y un muerto cada diez minutos”.
Irán es considerado el epicentro de la pandemia en la zona. Y sus conexiones internacionales llevaron el virus a Irak, Siria y Líbano; así como al Reino Unido y, caso particularmente agudo, a Canadá.
En Irán, la pandemia ha puesto fin a las manifestaciones contra el régimen de los ayatolás; pero también ha incrementado el alejamiento entre gobernados y gobernantes. La narrativa antiamericana que culpa a los Estados Unidos de estar detrás del covid-19 no parece haber convencido a los iraníes, quienes ven todo como una lucha de poder entre la Guardia Revolucionaria y el Gobierno de Ruhaní. La sociedad no sólo es escéptica, sino que se ha vuelto cínica frente a la incompetencia de sus líderes religiosos.
La situación económica ya era mala en Irán antes de la pandemia, y se complicará aún más ahora, lo que quita capacidad de maniobra a sus gobernantes y, podría pensarse, les obligará a concentrarse en su propio país, a fin de evitar una revolución en su contra. Si el coronavirus llevase a Teherán a modificar su política de expansión regional y a reducir drásticamente –por falta de fondos– su apoyo a las fuerzas y organizaciones que hoy sostiene en todo el Levante, la epidemia tendría entonces un impacto estratégico positivo para sus vecinos y para la región. En ese caso, es lógico pensar que los ayatolás acelerarían su programa nuclear, pues sería el único instrumento a su alcance que les garantizaría la supervivencia y la capacidad de influencia en el resto del mundo.
Irak, con intensas conexiones con Irán, fue el segundo país de la zona en sufrir el azote de la epidemia. Sin tests, es imposible saber el número de contagiados, y la parálisis política no augura una respuesta coherente frente al covid-19. Los vuelos a o desde Irán se suspendieron a mediados de marzo, aunque no se ha cerrado completamente la frontera terrestre. Las manifestaciones religiosas de masas han seguido celebrándose sin problema a alguno, a pesar de haberse decretado el confinamiento de la población hasta mediados de abril. Desde luego, el virus agravará la crisis económica que ya padecía el país. Aún peor: la presión iraní para forzar la retirada de las tropas americanas de suelo iraquí puede complicar la llegada de ayuda internacional, por pura desconfianza. Sea como fuere, no se puede descartar que la fractura existente en la población entre partidarios y detractores de la implicación iraní en la vida nacional se descompense a favor de estos últimos, al generalizarse la idea de que ha sido Irán el que ha llevado la enfermedad al país.
En Siria, el coronavirus no ha frenado el conflicto bélico que lo desgarra desde 2011. En contra de la evidencia de viajeros infectados durante su estancia en Siria, las autoridades negaron cualquier caso hasta finales de marzo. Y las cifras reconocidas oficialmente, apenas una veintena de contagios, son poco o nada creíbles. Se ha establecido el toque de queda en Damasco y se ha aconsejado no viajar entre provincias; pero los movimientos dentro del país siguen limitados no por la enfermedad sino por la guerra civil. Así, la lucha en Idlib no ha cesado en estas semanas. Particularmente preocupante es la situación de los desplazados y de los refugiados tanto dentro como fuera de las fronteras sirias, habida cuenta de la alta densidad que presentan los campos de acogida, donde el contagio puede ser explosivo. La falta de estructuras médicas adecuadas sin duda agravará cualquier estallido vírico. Además, el impago soberano declarado por Líbano el 9 de marzo ha supuesto el bloqueo de ingentes cantidades de dinero que se había depositado en los bancos libaneses del país vecino como refugio seguro. Gran parte de las importaciones sirias tenían al Líbano como intermediario, y eso, de momento, se ha visto severamente mermado por las propias restricciones del sistema financiero libanés.
En cuanto a los países del Golfo, de Kuwait a Arabia Saudí, pasando por Emiratos, de ser correctos los datos, incluso extrapolando al alza, parece que el impacto sanitario va a ser menos importante que el económico. Con la excepción de Emiratos, todos prepararon sus presupuestos sobre la base de unos precios del crudo bastante más elevados que en la actualidad, lo que significa que tendrán que endeudarse si quieren cumplirlos o si tienen que hacer un esfuerzo extra para luchar contra la pandemia. Sus reservas financieras, antaño consideradas tan inagotables como su petróleo, han ido disminuyendo paulatinamente en los últimos años, y con el barril alrededor de los 40 dólares es cuestión de meses, no de años, que se sequen. La caída de las importaciones chinas y del turismo y el freno del fenómeno globalizador agudizarán aún más la crisis económica en estos países.
De nuevo, la excepción regional corre por cuenta de Israel. A pesar de estar inmerso en una campaña electoral y de no contar –aún– con un Gobierno –o quizá precisamente gracias a ello–, Israel fue de los primeros países del mundo en cerrar sus fronteras a China. Es más, en cuanto se supo que una parte importante de los primeros contagiados en Nueva York eran judíos, Jerusalén impuso una cuarentena de dos semanas a todo viajero que llegase al país.
La estrategia del Gobierno en funciones de Israel para lidiar con la epidemia se acerca más a la surcoreana que a las europeas o a la norteamericana: se identificó muy pronto que lo esencial era detectar a los contagiados, sintomáticos o no, y separarlos del resto de la población, a fin de evitar más infecciones. Igualmente, se identificó a los grupos más vulnerables y se les aisló preventivamente. Con todo, y ante la cercanía de las festividades religiosas, se acabó cerrando por completo el espacio aéreo.
La contención inicial dio sus frutos y los casos estuvieron por debajo del millar hasta el 23 de marzo. Sin embargo, la falta de distanciamiento social en el seno de las comunidades ultraortodoxas (haredim) acabó multiplicando por diez el número de infecciones en las dos últimas semanas. La negativa inicial de los rabinos a cumplir la orden de cerrar las sinagogas y el rechazo al control de la movilidad en los barrios donde viven estas comunidades no sólo agudizó la situación epidemiológica, sino el cisma existente entre los ultraortodoxos y el resto de la población.
En cualquier caso, Israel fue el primer país occidental en poner a disposición del sector sanitario tecnologías usadas por los servicios de inteligencia para el seguimiento de los infectados y la detección precoz de potenciales portadores del. Todo con la autorización de la Corte Suprema, habida cuenta de que el Parlamento no se ha reunido en estas semanas de cuarentena.
Contenida de momento la explosión de contagios, el mayor impacto que va a sufrir Israel va a ser de tipo económico. De entrada, el paro se ha disparado, y aunque el Gobierno ha puesto en marcha un programa de estímulo, lo ha hecho tarde y muchos pequeños negocios están cerrando. Una recesión o depresión global, para una nación muy dependiente de su comercio exterior como Israel, puede ser fatal. Y si a todo ello se suma que el Estado judío no puede bajar la guardia en materia de seguridad, a sus líderes se les va a complicar sobremanera mantener unos presupuestos equilibrados.
En suma: en una región tradicionalmente asolada por catástrofes humanitarias, la mayoría de ellas causadas por guerras, el covid-19 no ha hecho sino agravar una situación ya de por sí pésima. Al daño sanitario le sucederá el económico, en un entorno mundial muy confuso donde el ‘sálvese quien pueda’ imperará a corto y medio plazo. Que los cambios que acelere el virus sean para bien o para mal estará en las manos de los líderes regionales: las esperanzas, por tanto, son pocas.
Rafael Bardají . Director Ejecutivo de la Iniciativa Amigos de Israel y amigo de Porisrael.org
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