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| jueves noviembre 21, 2024

La Corte Suprema israelí está jugando con fuego


El libro de Ruth empieza con una descripción admonitoria: “En los días en que gobernaron los jueces, hubo hambre en la tierra”. Aunque la Biblia no sugiere una relación causal entre el gobierno de los jueces sobre el pueblo y los males que le acontecieron, la Historia sugiere que la gobernanza por los guardianes platónicos no electos es anatema para la democracia.

Los jueces tienen un importante papel que desempeñar en una democracia; de hecho, en el sistema norteamericano de separación de poderes el no electo Poder Judicial tiene un rango equivalente al de los poderes Legislativo y Ejecutivo, ambos electos. A pesar de (o quizás a causa de) esa elevada posición, los jueces norteamericanos son por lo general cautos en el ejercicio de su poder. Sólo actúan cuando hay un litigio real y cuando el litigante está ahí, esto es, cuando hay un interés personal en liza. Los jueces recurren a la contención para asegurarse de que no usurpan competencias a las ramas electas del Poder. Con todo, a veces se les critica por encontrar –algunos dicen inventar– bases constitucionales para reconocer nuevos derechos, como el aborto o el matrimonio gay.

En la mayoría de las democracias parlamentarias, el Poder Judicial se subordina al Legislativo (del que forma parte el Ejecutivo), aunque en líneas generales sea de alguna manera independiente. En raras ocasiones juzga leyes aprobadas por el Parlamento o acciones del Ejecutivo. Esto es especialmente cierto en países que carecen de una Constitución escrita. En EEUU, las sentencias constitucionales de la Corte Suprema son definitivas, sólo se verían afectadas por enmiendas constitucionales, tan complicadas de sacar adelante. Como decía el difunto gran magistrado Robert Jackson nos recordaba sobre el poder de los jueces, “no somos definitivos porque seamos infalibles, sino que somos infalibles sólo porque somos definitivos”.

En en este marco general como mejor puede comprenderse y evaluarse la situación que se vive en Israel. Israel es una democracia parlamentaria con una judicatura independiente presidida por la Corte Suprema. No tiene una Constitución escrita, pero sí una serie de leyes básicas de naturaleza cuasi constitucional. A diferencia de la Corte Suprema de EEUU, que se ve constreñida por los requerimientos de que debe haber un litigio en curso y la causa debe presentarla alguien con intereses en juego, la Corte Suprema de Israel declinó someterse a esas restricciones. Lo que ha conducido a decisiones controvertidas que algunos críticos –entre ellos abogados y académicos de prestigio– sostienen han ido más allá de la autoridad conferida a los tribunales, mientras que otros consideran que ese tipo de decisiones han sido fundamentales para el mantenimiento del imperio de la ley.

Muchas de esas decisiones han impuesto restricciones a operaciones militares contra terroristas palestinos. Y han sido elogiadas por organizaciones de derechos humanos de todo el mundo como ejemplos de cómo el imperio de la ley debe prevalecer incluso ante las más difíciles y determinantes decisiones castrenses. Como dijo el expresidente de la Corte Suprema israelí Aharón Barak: “A veces la democracia debe luchar con una mano atada a la espalda. Aun así, tiene la mejor mano [porque preserva] el imperio de la ley”. Ahora bien, en una democracia vibrante como la israelí, una Corte Suprema activista cuyas decisiones impactan directamente en la vida de la ciudadanía no debería esperar verse libre de críticas por parte de la propia ciudadanía y de la clase política.

Los tribunales pasivos, aquellos que se limitan a intervenir en las causas criminales y civiles normales (contratos, robos, etc.), raramente son objeto de controversia política. Sí lo son, en cambio, los activistas. Recuérdese lo que sucedió en EEUU durante la Administración Roosevelt, cuando una Corte Suprema activista de corte conservador echó abajo partes del New Deal, así como durante la Administración Eisenhower, cuando una Corte Suprema activista de corte progresista echó abajo las segregacionistas Leyes de Jim Crow. Y eso es lo que está sucediendo ahora en Israel, con una Corte Suprema cada vez más implicada en cuestiones políticas y electorales.

Por otro lado, si las decisiones de los Altos Tribunales impactan directamente en las vidas de los ciudadanos, no debería sorprender que éstos, a través de sus representantes electos, pretendan tener un mayor protagonismo en el proceso de selección de los jueces. Es lo que sucedió en EEUU y lo que sucede en Israel. Aunque se trata de un fenómeno comprensible, no es necesariamente deseable, porque amenaza con politizar el proceso de selección de jueces, como ha sucedido en EEUU y parece que va a suceder en Israel.

Si la Corte Suprema israelí decide prohibir al primer ministro, Benjamín Netanyahu, formar Gobierno por tener causas judiciales pendientes, estará usurpando el rol de la Knéset (que no ha aprobado una prohibición semejante) y el del electorado (que le confirió una mayoría relativa a sabiendas de que estaba judicialmente procesado), y socavando el imperio de la ley (que presume que todo individuo es inocente hasta que se demuestre lo contrario). Una decisión así metería a los jueces en el “zarzal político” (por citar a la Corte Suprema norteamericana) y politizaría aún más la manera en que son electos. Sería una herida autoinfligida a la independencia y neutralidad de la Corte Suprema. Por último, daría demasiado poder a los fiscales y los altos mandos policiales para interferir en procesos electorales mediante procesamientos que luego podrían no sustanciarse en sentencias condenatorias.

Alexander Hamilton caracterizó al Judicial como el “menos peligroso” de los Poderes porque no tenía espada ni dinero. Se trata de un Poder que basa su autoridad en el “buen juicio”, la “integridad”, la “dignidad” y la “independencia” de los jueces, que deben ser percibidos por la ciudadanía como justos e imparciales. Cuando los jueces se adentran demasiado en asuntos electorales, se arriesgan a ser vistos –correctamente o no– como politizados, y a ser sujetos a fiscalización democrática, lo que podría poner en peligro su independencia. Por otro lado, cuando permanecen demasiado pasivos ante las injusticias, arriesgan a ver capitidisminuido su rol como garantes del imperio de la ley. Es un delicado equilibro, pero, por el bien de la democracia y del Estado de Derecho, cada generación de jueces ha de conseguirlo y dominarlo, quizá cada una de manera diferente.

No es el momento de politizar aún más una gran institución israelí.

© Versión original (en inglés): Gatestone Institute
© Versión en español: Revista El Medio

 
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