Durante cuatro décadas la capital de la República Federal de Alemania fue Bonn y la de la República Democrática Alemana, Berlín. Sin embargo, tras la caída del Telón de Acero transmutado en cemento en el muro que dividía la ciudad y la consiguiente reunificación, Berlín volvió a ser, como siempre lo fue la capital de Alemania, un país que en realidad comenzó a existir como una única entidad nacional hace relativamente muy poco. Por el contrario, aunque en la Guerra de la Independencia que se desató en 1948 tras el final del Mandato Británico sobre Palestina Jerusalén fue atacada, sitiada y “limpiada” de judíos por el ejército transjordano que ocupó militarmente algunos de sus barrios (incluido la Ciudad Antigua que aloja el Monte del Templo y, en sus bordes, el Muro Occidental, conocido como “de los Lamentos”), el nuevo estado de los judíos jamás reconoció ni propuso otra ciudad como su capital, a pesar de lo que algunos medios desinformativos insisten, otorgando tal categoría a Tel-Aviv, ciudad importante donde sí se declaró la Independencia, pero no su capital.
En estos días, en el mundo se debate cómo será la vuelta a la “normalidad”. Dando por supuesto que habrá grandes cambios y sin demostrar grandes dosis de originalidad, los políticos han adoptado el concepto de “nueva normalidad” que, de hecho, puede aplicarse perfectamente a cualquier situación anormal hasta justo antes del inicio de la nueva era. Los nativos sufrieron una “nueva normalidad” tras la conquista del continente americano, los que perdieron todos sus ahorros en el crack del 29 también debieron amoldarse al “nuevo” escenario de pobreza y Europa tuvo que volver a dibujar sus fronteras “normales” tras la derrota de Napoleón, por citar sólo algunos ejemplos. En definitiva, en las “nuevas normalidades” hay más de nuevo que de normal. Pero a veces, como en las historietas de Astérix, hay un grupo que se resiste a aceptar como norma la pérdida de su identidad. Y ahí encontramos a Jerusalén, escenario de batallas trágicas por su control y de muy poco interés en ella una vez conquistada. Ha sido para muchas civilizaciones más una joya para guardar en el cofre sabiéndose su dueño, que para ser lucida.
La destrucción de su Templo (por segunda vez) hizo trizas toda la estructura detallada en la Biblia sobre el ceremonial, abocando a la religión a su extinción. Pero el recuerdo de aquella Jerusalén (idealizada, celestial, central del universo) logró el milagro de preservar el fuego esencial del judaísmo como nación a lo largo de casi 20 siglos, so pena de perder el habla y el manejo de la mano diestra. Nunca hubo para Yerushalayím una “nueva” normalidad, una Bonn temporal hasta que los vaivenes de la historia nos la devolvieran. Siempre fue la capital “normal” de los judíos. Desmembrada en 1948 y unificada desde 1967, también del estado de los judíos
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