En los discursos que pronunciaron al tomar posesión de sus cargos, el ministro de Defensa, Benny Gantz, y el de Asuntos Exteriores, Gabi Ashkenazi, manifestaron su fidelidad para con la paz. “Estoy obligado a hacer todo lo posible por promover los acuerdos políticos y a bregar por la paz”, dijo Gantz, mientras que Ashkenazi afirmó:
El plan de paz del presidente Trump es una oportunidad histórica (…) Será promovido responsablemente y en coordinación con EEUU, al tiempo que se mantendrán los tratados de paz.
Si no fuera por lo extraordinario del contexto político –el debate acerca de la aplicación de la soberanía israelí sobre el Valle del Jordán–, las alusiones a los tratados de paz serían rutinarias y adecuadas. Pero a la luz de las amenazas lanzadas por el rey Abdalá de Jordania y el presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abás, y de la controversia suscitada en el propio Israel, esas palabras cobran una relevancia especial. Pues denotan una suerte de disposición a condicionar las decisiones israelíes sobre su soberanía al consenso regional.
Que la lucha por la paz es un objetivo que merece la pena está fuera de discusión. Ahora bien, la cuestión es más compleja por la manera en que se han ejecutado los tratados de paz entre Israel y sus vecinos. Y es que la conducta de estos últimos ha seguido con frecuencia una lógica de aseguramiento de la paz a cambio de protección.
El rol del Reino Hachemita en el mantenimiento de la calma en su larga frontera con Israel es digno de elogio, y así debe reconocerse. Pero cuando los expertos en las relaciones jordano-israelíes recomiendan que, a fin de que la calma siga prevaleciendo, Israel debería abstenerse de dar los pasos que necesita dar para hacer efectivos sus intereses de seguridad en el Valle del Jordán, a fin de cuentas están accediendo a una dinámica extorsiva.
Ciertamente, los países que viven en paz deben tenerse en cuenta cuando toman decisiones. Pero el deber de la consideración mutua, tal y como está reflejado en los tratados de paz suscritos por Israel con Jordania y Egipto, dista mucho de ser simétrico. Desde el inicio de las negociaciones de paz con Egipto, la exigencia de que Israel resolviera la cuestión palestina fue una condición esencial. De hecho, varios analistas y altos cargos del Ministerio de Exteriores israelí han explicado la gelidez de la paz con Egipto por el supuesto fracaso de Israel a la hora de cumplir esa obligación. Eso, a pesar de que fue Yaser Arafat quien rechazó el ofrecimiento del presidente Jimmy Carter para que se sumara a Israel, Egipto y EEUU en las conversaciones sobre la autonomía [palestina]. Algo parecido cabe decir respecto de la paz con Jordania.
Los tratados de paz dieron a Jordania y a Egipto una capacidad de influencia y presión que restringe el margen de maniobra de Israel a la hora de satisfacer sus intereses en Jerusalén, la Margen Occidental y el Valle del Jordán. Ya en 1978, cuando se pergeñaron los Acuerdos de Camp David, el prominente político laborista Yigal Alón advirtió de los peligros de condicionar la paz israelo-egipcia a que se avanzara en la cuestión palestina. De ahí que pidiera que se pusiera fin a esa interdependencia. “¿Qué sucederá si la parte árabe pone condiciones que Israel no puede aceptar? Claramente, Egipto trata de mantener abierta una opción explícita de desenganche de la normalización”.
Desde mucho antes de la firma del tratado de paz con Jordania (1994), Israel procuró una asistencia impagable para el aseguramiento de la supervivencia del régimen hachemita, que comprendió información de inteligencia vital y ayuda diplomática, así como la disuasión a Siria para que no procediera a una invasión a gran escala del reino durante los acontecimientos del Septiembre Negro de 1970. En buena medida, Jordania ha seguido disfrutando de esa asistencia encubierta en la era de la paz oficial, al tiempo que se ha beneficiado de acuerdos públicos como el que le permite conseguir anualmente de Israel cien millones de metros cúbicos de agua. En otras palabras: si la paz israelo-jordana ha asumido las características de una coexistencia a cambio de protección no ha sido por los beneficios asimétricos que ha aportado a cada parte, sino porque Amán –de lejos la más débil– lo utiliza para extorsionar a Jerusalén a fin de que no persiga sus intereses políticos y de seguridad. Inexplicablemente, los Gobiernos israelíes han accedido a esa coerción.
En la crucial encrucijada geopolítica en la que se encuentra Israel en estos momentos, la persecución en libertad de sus intereses nacionales no sería sino una suerte de declaración de independencia.
© Versión original (en inglés): BESA Center
© Versión en español: Revista El Medio
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